Hay que fomentar el bosque autóctono. Hay que, en la
península Ibérica y Canarias, retirar 10 millones de has de la agricultura
(aproximadamente la mitad de las hoy en laboreo), para su reforestación con
especies autóctonas. Esto equivale a plantar al menos unos 2.000 millones de
árboles[1] y
una cantidad al menos 5 veces superior de arbustos de sotobosque, también
autóctonos, lo que regularía funcionalmente el clima, enfriaría la superficie,
originaría un flujo de la biodiversidad y activaría el ciclo del agua, haciendo
retroceder al proceso de desertificación en curso, que ya afecta a los 4/5
partes del territorio. Esa reforestación a gran escala no es compatible con la
proliferación de los aerogeneradores, tan agresivos contra la cubierta vegetal.
Las eólicas, por tanto, no pueden ser más que un remedio secundario y
subordinado, aunque útil en ciertos casos, siempre a pequeña o mediana escala.
Para realizar esa tan gigantesca como imprescindible
mutación hay que ir sustituyendo nuestra alimentación actual, basada en
productos de la agricultura, por otra en la que las plantas silvestres y los frutos
de especies no cultivadas tengan un peso significativo, hasta llegar a ser al
menos un tercio del total ingerido. Al mismo tiempo, conviene ir supliendo las
medicinas químicas y tecnológicas por los remedios a base de elementos vegetales[2].
Tenemos que retroceder parcialmente a la fase de recolectores, aprendiendo a
comer[3] y
a curarnos con lo que la naturaleza nos da sin cultivar, graciosa y
generosamente. Hemos, así pues, de afirmar nuestra condición de seres de la
naturaleza para reducir nuestro vigente estatuto, tan artificial como peligroso,
de entes de la política, la tecnología y la economía. Para que el bosque sea
dominante hemos de aprender a vivir del bosque.
Las ciudades convierten las zonas rurales en
suministradores de alimentos, materias primas, agua, energía y mano de obra (a
través del ominoso sistema de la emigración). Con ello devastan el medio
natural[4],
sustituyen el monte autóctono por las tierras de cultivo, en proceso continuado
de erosión y aridificación, y por las plantaciones forestales de especies de
crecimiento rápido, esas parodias de florestas. La ciudad consume el bosque
pero no lo produce, en lo que se diferencia cualitativamente de la aldea, que
ésta compelida a mantener las condiciones edafoclimáticas locales para preservar
sus modos de existencia.
Ciudad quiere decir Estado. Las megalópolis crecen,
en número y población, con el ascenso del Estado. A medida que se expande el
aparato militar, policial, judicial, funcionarial, educativo, fiscal, etc.,
aumenta la naturaleza urbana de una sociedad. También, con la acumulación del
capital, financiero, industrial y comercial, pues éste asimismo sitúa su
espacio de asentamiento y organización en la ciudad. El desarrollo de las
megalópolis mide hoy el ascenso del ente estatal y la concentración del capital.
Si el par Estado-capital crea ciudades, éstas
originan agricultura y ganadería industrial, maquinizada y quimizada, incompatibles
con la existencia de masas boscosas mínimamente suficientes. Así las cosas, la
crisis climática es inevitable, en las condiciones actuales afectando a todo el
planeta y no sólo a una porción, como sucedió en diversas ocasiones en el
pasado, según se ha expuesto. Así pues, por la propia naturaleza de los hechos,
la recuperación del clima, y con él de los fundamentos de la vida vegetal y
animal tal como se ha dado desde hace milenios, demanda la conquista de la
democracia, esto es, de un orden político sin aparato de Estado, autogobernado
y libre. Requiere, por tanto, la revolución.
El ecologismo ofrece como pretendidos remedios
ampliar las causas del mal. Su obsesión es incrementar las inversiones
“verdes”, políticas, administrativas y económicas, lo que equivale a ampliar el
número de organismos, la cantidad de funcionarios y la cifra de las empresas capitalistas.
Esto lleva a concentrar todavía más la población y la actividad en las
ciudades. Al considerar “insuficientes” los
100.000 millones de dólares prometidos está pidiendo más dinero para sí mismo,
para engordar en tanto que ecofuncionariado venal, arribista y parasitario,
dedicado a hacer aceptables entre las masas las pseudo-explicaciones con que el
sistema de poder vela la realidad del desorden climático y evita la insurgencia
popular por causas medioambientales. Tras más de medio siglo ofreciendo
soluciones falsas en unos casos o e insignificantes o banales -cuando no
frívolas- en otros, dirigidas a ampliar todavía más el aparato estatal, nos
encontramos con que la situación del medio natural es peor que nunca, y con que
el ecologismo, en esta coyuntura crítica e incluso dramática, se obstina en
ofrecer como remedio al mal lo que llana y lisamente es el reforzamiento de sus
causas.
El reto está lanzado: no es solución la simple
reducción de los gases de efecto invernadero, hay que poner fin a las ciudades autodistribuyendo
equilibradamente la población por todo el territorio, hay que liquidar la
agricultura industrial, dirigida por el Estado y la UE, y reducir al mínimo
cualquier tipo de agricultura. Hay que forestar, forestar y forestar. Hay que
alimentarse y curarse, en una cierta proporción, desde la flora silvestre. Hay
que eliminar en lo ideológico al fundamento del Estado, la voluntad de poder, y
de la gran empresa capitalista, la codicia, el culto por el dinero y por lo
material.
La gravedad, imposible ya de ocultar, de la crisis
del clima muestra que la formación social actual está llegando a sus últimos
momentos. Ya no puede avanzar mucho más porque choca con la resistencia del
medio natural para adaptarse a su maldad y locura congénitas. El clima del
planeta tierra es obra de los seres vivos que la habitan, por tanto, cuando la
agresión contra aquéllos supera un nivel dado se origina un caos climático
incontrolable, el actual en su desarrollo último. Las decisiones adoptadas en
París en el mejor de los casos pueden hacer más lento el calentamiento global y
las demás consecuencias de la naturaleza irracional y antinatural del actual
orden mundial pero no extinguen sus causas (concausas) fundamentales[5].
Hay que enfatizar que el clima es obra sobre todo de
los seres vivos (vegetales) y no de los gases de efecto invernadero, por tanto,
sólo promoviendo aquéllos, en particular a los que habitan en los bosques -en
primer lugar a los árboles- es posible revertir el actual estado de cosas y volver
a una situación positiva. Olvidar a las criaturas vivas dadoras de vida para
pensar exclusiva o principalmente en realidades inanimadas, en gases, es otra
expresión del antagonismo existente hoy entre el statu quo, tecnificado-cientifista,
y lo viviente.
El modelo actual de orden social, malsanamente
estatizado, urbanizado y capitalizado, no tiene futuro, como ha probado el
desorden climático manifestado en 2015. Ya no hay progreso posible con él,
salvo hacia escenarios y situaciones cuya consideración produce intenso temor.
No sirven ahora las soluciones fáciles y los paños calientes ofrecidos por los
santones del ecologismo subvencionado, legicentrista, policiaco e institucional[6].
Ahora lo que está puesto sobre la mesa es la elección entre un cambio integralmente
revolucionario o una explosión de nocividades que no logramos comprender del
todo, ni en su esencia ni en sus efectos, tan inquietantes.
Considerando con realismo que las fuerzas mundiales
de la revolución integral no alcanzan, ni mucho menos, para poner fin al actual
régimen planetario de dominación, explotación y ecocidio, estamos obligados a
contemplar el futuro inmediato con preocupación, aunque al mismo tiempo con la
esperanza de que lo extremado de la situación lleve a millones de personas a
despertar intelectual y emotivamente, a comprometerse y a intervenir de manera
revolucionaria. Lo que está en juego es la continuidad de la vida en el planeta
tierra, no sólo de la humana sino de toda ella.
Fin
[1]En
verdad la cantidad a plantar es mucho mayor pues el índice de marras, de
plántulas que perecen antes de los 5 años, suele ser del 80%, lo que demanda
insistir una y otra vez. Considerando lo muy dañados que están los suelo y las
disfunciones climáticas tan colosales que padecemos (sobre todo el tremendo
calor de los veranos y la cada dia más larga sequía estival), para alcanzar los
2.000 millones de árboles maduros hay que poner unos 10.000 millones, al menos.
Es una tarea que exige un tiempo bastante largo, probablemente entre 50 y 100
años. Por el momento no se está haciendo prácticamente nada desde las
instituciones y la empresa privada, si se dejan de lado los funestos cultivos forestales
de coníferas y eucaliptos. Únicamente algunos grupos y personas, casi siempre
por su cuenta y a su costa, persisten en esta decisiva batalla por la
continuidad de la vida. Las instituciones otorgan cantidades notables de dinero
para todo tipo de asuntos perniciosos y destructivos pero no tienen fondos para
arbolar. Ni el 1% de lo que realmente se embolsan los partidos políticos de
derecha e izquierda destina el Estado a esta tarea…
[2]
Otro asunto es reducir al mínimo el despilfarro de los alimentos. Hoy se arroja
a la basura entre el 30%-50% de los adquiridos, cuando lo correcto debería ser
el 2%. En “Despilfarro. El escándalo
global de la comida”, Tristram Stuart. Si esto se corrigiera se podrían
dedicar, en nuestro caso, hasta 6 millones de has agrícolas a forestación,
únicamente a partir de tal cuestión. El obstáculo estructural está en el
régimen capitalista de comercialización, que promueve el despilfarro para
incrementar sus beneficios, lo que ha creado una mentalidad de descuido y
derroche en las masas, hoy casi universal. La solución no puede ser
exclusivamente de tipo moral y medioambiental sino que hay que operar sobre su
componente básico, situado en la estructura misma del sistema económico
capitalista. Por lo demás, el libro citado admite que este despilfarro, al
ampliar la superficie cultivada, “trastoca
el clima” (esto contradice el argumentario de la Cumbre parisina,
unilateralmente gasista), altera “el
ciclo hidrológico” y “agosta el suelo
agrícola”, incrementando la “presión
sobre los ecosistemas”. Respecto al progresivo empeoramiento de los
terrenos agrícolas advierte que su productividad “puede disminuir hasta un 25 por ciento en este siglo”.
Considerando esos y otros hechos coincidentes, Paul Roberts ha escrito un libro
cuyo título dice bastante acerca de lo que cabe esperar si no hay un cambio
revolucionario, “El hambre que viene”.
Quienes siguen poseídos por el infantil optimismo propio del credo progresista
burgués deberían adecuar sus percepciones a la realidad, no para entregarse al
pesimismo sino para ponerse en pie y pasar a la acción transformadora. Sea como
fuere: basta de narcóticos espirituales. Otro motivo de despilfarro, aciago
también medioambientalmente, son los excesos en la alimentación, que lleva a un
consumo por persona de unas 3.300 calorías diarias cuando basta con 2.500.
Domeñar la gula permitiría excluir de la agricultura quizá un 20% del terreno
cultivado, ganándolo para el bosque. Para eso hace falta sustituir las metas y
fines materiales de la vida humana por otros de tipo inmaterial, convivencial y
espiritual, y esto requiere una revolución integral que asigne otros fines,
otro sentido y otro significado a la existencia.
[3]
Al respecto, se debe estudiar la obra de César Lema Costas, en especial el
libro “Manual de cocina bellotera para
la era Post Petrolera”.
[4]
La condición ambientalmente no sostenible de las sociedades sustentadas en
ciudades (esto es, en Estados poderosos que se organizan en las ciudades) es
expuesta, para diversas culturas, por Jared Diamond en “Colapso”. Si se llega a producir el colapso por motivos
medioambientales de nuestra formación social, muy estatizada y por tanto
urbanizada desmesuradamente, sería uno más de los que se han dado en el
transcurso de la historia humana por ese motivo. El mal añadido es que ahora
estamos ante un orden planetario y no ante casos que únicamente afectaron a un área
o territorio parcial, con lo que el desorden y sus tremendos efectos son
globales.
[5]
El adversario principal de lo acordado en París fue Arabia Saudí, calificada
por ello de “Fossil Colosal”, al
haberse erigido en principal defensor de los combustibles fósiles. Cuenta John
Perlin en “Historia de los bosques”
la enorme devastación medioambiental que la expansión imperialista del islam a
partir de la segunda mitad del siglo VII ocasionó en las orillas del
Mediterráneo, sobre todo por construir flotas de guerra con las que efectuar su
política de violencia y agresión, de conquista y activo comercio de esclavos y,
sobre todo, de esclavas. Eso afectó no sólo a la orilla sur de ese mar sino a
la norte, donde en particular Sicilia, Cerdeña y la península Ibérica quedaron
gravemente desarboladas. Pero Perlin no describe, ni mucho menos, todo lo que
sucedió. Al ser las sociedades islámicas superlativamente estatizadas, al
carecer de libertad para el pueblo, se organizan rígidamente desde las ciudades,
lo que ocasiona una degradación medioambiental enorme. Para mantener
megalópolis tan aberrantes como Córdoba, con más de medio millón de habitantes
en los tiempos del califato (siglo X), el régimen andalusí desertificó la mitad
sur de la península (Andalucía sobre todo), dañando los encinares, promoviendo
el monocultivo del olivo, etc., situación que se revertió tras su liberación
por los pueblos del norte en los siglos XI-XIII. Algo similar hizo en África,
lo que explica la progresión del desierto del Sahara desde hace siglos. La
aspiración a constituir un Estado islámico poderoso lleva a prácticas ecocidas
múltiples. Así pues, la reprobable actuación de Arabia Saudí en la Cumbre del
Clima de París es expresión de lo habitual en este tipo de formaciones
sociales.
[6] Mi posición sobre el llamado
“movimiento ecologista”, hoy reducido a un peculiar cuerpo de neofuncionarios
notablemente desprestigiados, está expuesta en “Los límites del ecologismo”, contenido en “¿Revolución integral o decrecimiento? Controversia con Serge Latouche”.
https://www.youtube.com/watch?v=NWmMOoyCNYs
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=7Z1MgkTLZgE
Publicado el 29 oct. 2013
A lo largo de las cinco eras en las que se divide su existencia la Tierra ha sufrido numerosas glaciaciones, un fenómeno desconocido para el ser humano actual pero que durante cientos de miles de años cubrió con una gruesa capa de hielo buena parte del globo.
Se han formulado numerosas teorías para intentar comprender estos súbitos cambios climáticos que en los casos más extremos produjeron un descenso de 15 grados en la temperatura media del planeta. Entre las posibles causas se ha recurrido a los cambios de la órbita del planeta alrededor del Sol o la disminución periódica de la actividad de este, que provocaría que irradie menos calor hacia la Tierra. El movimiento de los continentes es otra de las explicaciones que se barajan debido al bloqueo que las masas de tierra habrían ejercido sobre la circulación de las corrientes de agua caliente que viajan desde el Ecuador a los polos y los calientan. También se ha formulado la hipótesis de que una intensa actividad volcánica cubriera con una densa nube de cenizas la atmósfera, lo que habría impedido que los rayos solares penetrasen hasta la superficie terrestre. Incluso se ha barajado que alguna glaciación se haya debido al impacto de un meteorito.
Sean cuales sean las causas de estos cambios climáticos (tanto el enfriamiento como el sucesivo calentamiento) lo que sí está demostrado es el impacto que tuvieron sobre la vida en la Tierra. Aparecieron nuevas especies, las que fueron capaces evolucionaron para adaptarse a las nuevas condiciones o emigraron, y muchas, simplemente, desaparecieron.
A lo largo del Cuaternario, cuyo inicio se data hace 2,5 millones de años, se produjeron cuatro grandes glaciaciones, todas ellas durante la primera de sus dos etapas, conocida como Pleistoceno. A ellas tuvieron que sobrevivir primero los homínidos y, después, los Homo Sapiens. La última se denomina Würm y fue la más dura al prolongarse casi 100.000 años. No llegó a su fin hasta hace aproximadamente 12.000 años, momento en el que se inicia la etapa presente del Cuaternario, conocida como Holoceno. Würm modeló el paisaje actual de la tierra así como la mayor parte de su fauna y flora. Diversos estudios le achacan, por ejemplo, la desaparición de los neandertales. A sus últimos 'coletazos' se asocia también la aparición de la agricultura ya que, se argumenta, la dureza del clima obligó a las poblaciones hasta entonces nómadas a buscar nuevas fuentes de subsistencia, entre ellas el cultivo del cereal.
La Pequeña Edad de Hielo
El hombre moderno vivió su propia 'miniglaciación' entre el siglo XVI y XIX. Según ha podido comprobarse la temperatura media del hemisferio norte sufrió un descenso de un grado. Nada comparado a lo ocurrido en el Pleistoceno. Pero ¿puede ocurrir una nueva glaciación? La respuesta de los expertos, ateniéndose a los procesos cíclicos acontecidos a lo largo de la vida de la Tierra, es afirmativa. La cuestión es saber cuándo sucederá.
Científicos de la Academia de Ciencias de Rusia aseguran que el fenómeno de enfriamiento ya ha se ha iniciado y se sentirá con toda su intensidad en 2055. La temperatura, afirman, comenzará a bajar bruscamente a partir de 2014. Esta teoría no ha sido respaldada por el resto de la comunidad científica, que en su mayoría apuesta porque la Tierra no experimentará una nueva glaciación hasta dentro de 10.000 o 15.000 años. Y para entonces el ser humano ya debería conocer la fórmula para contrarrestar sus efectos, apuntan los expertos. De hecho, hoy día no es el enfriamiento del planeta lo que preocupa a los investigadores, sino su calentamiento a causa de la contaminación. Un fenómeno, este sí, que cada día corroboran los termómetros.