Este historiador
británico ya había estudiado los grandes cambios que tuvieron lugar en
Inglaterra en el siglo XVII en “England´s
Glorious Revolution”, pero la obra arriba citada, un voluminoso trabajo de
1214 páginas, aporta una notable cantidad de análisis nuevos acerca de numerosas
cuestiones parciales. Sobre todo, incluye un gran caudal de datos e informaciones
que permiten comprender no sólo lo que fue la revolución liberal en Inglaterra
sino lo que es toda revolución liberal, la estadounidense, la francesa (llamada
“revolución francesa”, de 1789) y la
española, centrada en la Constitución de 1812, entre otras.
Pincus, con un
gran acopio de referencias y testimonios de la época, coincide con lo que ya he
expuesto en varios de mis libros sobre la mutación liberal inglesa del siglo
XVII y acerca de éstas revoluciones en general. Tales formulaciones siguen
siendo negadas por la gran mayoría de los historiadores, rehenes de una
concepción de la historia equivocada por parcial, interesada y politicista, que
al ser aplicada a la transformación de las sociedades actuales alcanza resultados
catastróficos. Así pues, el libro aquí comentado debe ser tenido por una
notable confirmación de una concepción más verdadera de la historia, apta por
ello para servir de fundamento al proyecto de revolucionarización total de las
sociedades europeas.
Para las y los
lectores de mis libros y artículos
este trabajo aporta poco de nuevo, aunque confirma, demuestra y amplía lo que
en ellos se formula. Eso no significa que Pincus acierte en todo, ni mucho
menos, pues los numerosos y graves errores de la obra son obvios. Pero al lado
de la historiografía habitual, académica, es un avance muy notable.
Yendo al grano de
los contenidos podemos decir que muestra al Estado inglés como agente motor y
principal beneficiario de la revolución liberal inglesa. Con ello refuta una noción
simplona, específicamente burguesa, de la lucha de clases como mera pugna
económica, dejando en la sombra la contradicción principal de todas las
sociedades en lo político y económico, la que se articula entre dominantes y
dominados, entre Estado y clases populares. Ese economicismo tiene sus
fundamentos teoréticos en el fulero libro de Adam Smith “La riqueza de las naciones”, 1776, dirigido a ocultar la verdadera
naturaleza de la sociedad liberal como formación hiper-estatizada en permanente
expansión que, por ello mismo, niega la libertad al pueblo.
Pincus prueba, con
una masa muy vasta de datos y testimonios de analistas y panfletistas, de políticos,
jefes militares, agentes económicos y altos funcionarios de la época, la
decisiva función del ente estatal en el cambio revolucionario de la tenida por
primera revolución liberal europea.
Comienza refutando los tópicos más desacertados, que fue una guerra religiosa,
o que se trató de un conflicto dinástico, que opuso a los partidarios de los
príncipes de Orange, Guillermo y María, con los parciales de Jacobo II.
Desde 1640, e
incluso desde antes, Inglaterra se adentra en un tiempo de luchas políticas
abiertas. Su meollo es la voluntad del aparato estatal de expandirse, a costa
del pueblo y a costa también de quienes vivían del modelo precedente de orden
estatal. Esto ocasiona resistencias tenaces, que en varias ocasiones llevan a
una guerra civil abierta. Ese ir a más del artefacto estatal se da en dos fases,
una “absolutista”, en que su crecimiento es sobre todo cuantitativo, y otra
liberal, a partir de 1689, en la que el ente estatal muta a liberal, esto es,
se desarrolla en lo cualitativo sin descuidar lo cuantitativo. Ese es
exactamente el contenido del conflicto de 1688-89, que se hizo breve guerra
civil.
Señala Pincus que
la política internacional fue el factor número uno en el desencadenamiento del
cambio liberal, esto es, mega-estatal. Inglaterra necesitaba un aparato de
Estado poderoso para lidiar por la hegemonía mundial con su principal rival en
la segunda mitad del siglo XVII, la Francia “absolutista” de Luis XIV.
Anteriormente había conseguido buenos resultados contra España y Holanda pero
el nuevo desafío era formidable y las elites de poder británicas lo afrontan
desencadenando una revolución interior, esto es, reorganizando el poder estatal
y con ello la totalidad de las relaciones sociales.
Necesitaban un
ejército poderoso y, sobre todo, una flota de guerra colosal, o dicho con una
frase del libro, “los revolucionarios de
1688-1689... abrazaban la cultura urbana, la manufacturación y el imperialismo
económico”, siendo el medio de obtenerlo el “crear un Estado moderno”. Para lograrlo había que desenvolver
cualitativamente el sistema fiscal y el aparato funcionarial, y había que conseguir
una centralización máxima del sistema estatal, poniendo fin al “feudalismo”, o
sea, al modelo precedente, relativamente descentralizado, de orden estatal, en
el que los señores territoriales poseían un significado todavía notable, aunque
siempre como agentes y oficiales de la corona.
Después de los
errores, malevolencias y simples majaderías que son habituales en estos asuntos
es salutífero leer a Pincus, un autor alejado de todo compromiso político
explícito, en el análisis de los cambios que tienen lugar en el poder militar,
ejército y armada, en el sistema tributario, en el aparato funcionarial civil,
en la legislación, en las instituciones económicas, en los podres judicial y
carcelario y en la vida privada de las personas. Afectó también, como es
lógico, a la legislación económica, a las formas de propiedad y al modo de
producción. Todo para hacer de Inglaterra la potencia dominante en Europa, por
tanto en el mundo.
Ironiza el autor
sobre los teoréticos que identifican “liberal” con “anti-estatal” enfatizando
que nadie, ninguna fuerza política de la época, era contraria a desarrollar al
máximo el poder del Estado, y que todas eran intervencionistas. Prueba que el
conflicto de 1688, que se resuelve al siguiente año, fue una pugna entre dos
corrientes partidarias de un Estado máximo, la una como Estado “absolutista” y
la otra en tanto que Estado liberal, parlamentarista y constitucional (el “Bill
de derechos” de febrero de 1689 debe ser tenido por una expresión
elemental de Constitución). Dado que todo ente estatal liberal es mucho más
fuerte que el “absolutista”, por su propia naturaleza, el meollo del conflicto
entre los seguidores de Jacobo II y de los Orange se comprende bien. En él vencen
los estatólatras más consecuentes y eficientes.
La cuestión del
ejército y la flota de guerra se convirtieron en lo decisivo del cambio liberal
inglés. Lograr “rehacer radicalmente el
Estado”, en la forma de Estado liberal, era el objetivo número uno de los
revolucionarios, para alcanzar a movilizar todas las fuerzas económicas y
humanas del país conforme a las órdenes de un poder único y centralizado
establecido en Londres. Sólo así se podrían librar guerras victoriosas con las
potencias rivales. Y sólo así se podría desarrollar el comercio, las
manufacturas y el capital inglés, siempre que las victorias militares, especialmente
las navales, permitiesen la “libre” circulación de las mercancías británicas
por todo el orbe.
La tolerancia
religiosa, tan preconizada por Locke e impuesta por la Ley de Tolerancia de
1689, dimanó no del amor hacia un ideal abstracto de libertad de conciencia,
sino para cerrar filas en la recién creada nación inglesa, poniendo fin a las
luchas intestinas a fin de dirigir todas las fuerzas contra el enemigo externo.
Lejos de ser una medida hecha con criterios de benevolencia ética y política no
tenía otra meta que expandir el militarismo y el imperialismo inglés. La
conclusión es que todos, fueran de la religión que fueran, iban a pagar
tributos al Estado y aportar hombres al aparato militar. Su lealtad emocional
se habría de encaminar en el futuro hacía "la nación” y no a una fe religiosa.
Por tanto, lejos
de ser la burguesía la que realiza la revolución liberal, según mantiene el
tópico historiográfico, son las elites estatales quienes la hacen: los mandos
del ejército, la oficialidad de la armada, los altos funcionarios, los jefes de
la policía, los abogados, libelistas y publicistas, todos los que eran
conscientes de que o se creaba un poder institucional máximo o su país sería derrotada
por Francia. Aunque Pincus califica a Inglaterra en el siglo XVII de “sociedad comercial” eso no es exacto,
pues probablemente el porcentaje que aportaba el comercio al PIB era reducido.
Es la revolución liberal la que da un gran impulso al crecimiento económico y
con él al comercio, en lo esencial para permitir un gasto estatal superlativo.
Hay que esperar más de un siglo a que con el desarrollo de la revolución
industrial inglesa se generalice la existencia de la burguesía. Ésta, no se
olvide, es tal cuando es propietaria de los principales medios de producción,
cuando es burguesía industrial sobre todo, y no sólo o principalmente
comercial, que era la sobre todo existente en tiempos de la “Revolución Gloriosa”.
Una vez más se
observa que es el Estado quien, en lo medular, crea y desarrolla a la
burguesía. Ésta posee por sí misma una cierta capacidad de crecimiento autónomo
pero sin la asistencia del Estado en todos los órdenes, desde el legislativo al
monetario sin olvidar el ideológico y el estructural, no puede desarrollarse
más allá de un límite. De esto se concluye que quienes desean servirse del
Estado para restringir, contener o liquidar el capitalismo se sitúan fuera de
la realidad, al no comprender ni la historia ni el presente.
Los Estados
existen como instituciones de poder en permanente lucha competitiva entre
ellos, que adopta muchas formas, desde la comercial hasta la militar, pero que
en definitiva alcanza cada cierto tiempo el nivel de guerra abierta.
Conscientes de esto, los Estados procuran maximizar todo lo que pueden el poder
militar, y eso exige crear sociedades militarizadas, no en el sentido pueril en
que lo entienden muchos pacifistas, sino en el real, con biopolítica, planes de
reclutamiento, impuestos al servicio del aparato bélico, patriarcado, centralización
del mando, aparatos de adoctrinamiento, etc. Es lo que pretendían, y lo que
lograron, todas las revoluciones liberales. Pero la libertad verdadera es todo
lo contrario, ya que su fundamento es constituir una sociedad en que sólo haya
pueblo y no ente estatal, vale decir, en que no exista una minoría mandante y
una gran mayoría mandada, por tanto, sin libertad.
El caso inglés
ilustra la noción hegeliana de que el Estado es la libertad, por tanto, el
Estado máximo es la libertad máxima, sofisma patético y noción atroz por
totalitaria. Las elites del poder que se constituyen en Estado máximo
hegemónico, como lo fue el de Inglaterra desde mediados del siglo XVIII hasta
la II Guerra Mundial, alcanzan una plétora de libertad a escala planetaria, al
poder imponer a los otros Estados sus intereses fundamentales. Para las clases
populares (y para los pueblos conquistados) un Estado máximo en desarrollo,
como el liberal y constitucional, es aquél que más y mejor les priva de
libertad, y más y mejor les destruye como seres humanos.
La creación del
Banco de Inglaterra en 1694, por decisión del parlamento, tenía fines militares
y en general estatizadores más que económicos. Puesto que las guerras con las
potencias rivales y la expansión del imperio por medio de la armada necesitan
de ingentes sumas de numerario en los momentos decisivos, dicho banco estaba en
condiciones de proporcionárselo al Estado inglés. Esto le otorgó una ventaja
decisiva sobre los demás Estados europeos. Tal impugna las interpretaciones
productivistas y economicistas de la historia. El libro comentado ofrece al
respecto testimonios fundamentales de la época, en las páginas 684 y siguientes:
su lectura es ineludible. Por supuesto, el Banco de Inglaterra fue usado por el
ente estatal también para desarrollar la economía y fomentar el ascenso de la
burguesía. En efecto, una burguesía boyante hace que los ingresos fiscales del
aparato estatal se eleven en flecha…
La conclusión
última de todo esto es que la concepción económica de la historia, tal como fue
formulada por el marxismo y admitida por el resto de los obrerismos
decimonónicos, es inexacta. Marx, que tenía conocimientos muy pobres, tópicos y
elementales de la historia real, se redujo a copiar sin citar la versión
preconizada por Adam Smith y sus continuadores sobre la supuesta autonomía y
centralidad de la economía. Pero la obra de Smith no es saber cierto sino
propaganda política destinada a ocultar lo más decisivo, que en la sociedad
liberal no hay libertad civil, por tanto libertad económica, dado que el Estado
dirige, en última instancia, la vida productiva y la vida toda. Dicho aún más
claro: si el Estado manda en lo importante el liberalismo es una dictadura, una
tiranía del Estado.
Marx, con su
arbitrario y letal economicismo, tomado de los ideólogos liberales de la
economía política, malinterpretó y falseó la mayoría de los aspectos más
decisivos del devenir histórico, por tanto del presente. Al “olvidar” al
Estado, al ocultar que es el principal agente económico de las sociedades
contemporáneas, por encima de la burguesía, propuso un proyecto de cambio
social que vigorizando la función del artefacto estatal refuerza al
capitalismo. De ahí que cuando declara desear terminar con éste lo que en realidad
está haciendo es robustecerle más y más, como se ha observado y observa en las desventuradas
experiencias de la Unión Soviética, China, Cuba, Vietnam, Corea del Norte,
Venezuela, etc.
Marx se opone al
capitalismo existente en beneficio de un mega-capitalismo futuro, y eso explica
exactamente los “logros” de las revoluciones marxistas, que son todas ellas,
revoluciones capitalistas, burguesas, dirigidas a desarrollar las fuerzas
productivas, esto es, a fomentar una nueva clase capitalista sobre las ruinas
de la antigua, mucho más poderosa, agresiva, represiva y tiránica que la del
pasado.
El proyecto
marxista, en esencia, es socialdemócrata, anti-revolucionario, laudatorio del
capital en su peor expresión, al afirmar de manera tan vehemente el Estado.
Somete al proletariado a sobre-dominación y sobre-opresión (como se manifiesta
hoy en China), devasta la condición humana y sirve a la gloria final del capitalismo
entendida como su triunfo total y universal.
La revolución era
idea ajena a Marx, que sólo la admitió a regañadientes y sin convicción, obligado
por el prestigio inmenso de la Comuna de París, en lo que fue una operación
oportunista para no ponerse en evidencia. Lo suyo era la estatolatría. Su
propuesta es evolucionista, desarrollista, torpemente determinista, simplona, deshumanizada,
esto es, socialdemócrata. Más que
capitalista resulta ser mega-capitalista. Y tal se pone de manifiesto en su
interpretación de la historia. Para poner fin al capitalismo hay que construir
una nueva explicación, un nuevo paradigma, un renovado proyecto holístico. En
eso estamos. Y eso exige comprender la historia como fue, con exactitud y rigor,
dando de lado toda interpretación subjetivista, ideologizada, politiquera o
economicista, sea “favorable” o desfavorable.