La acción reflexiva y la verdad son dos cuestiones eternas de la
filosofía pero ahora serán tratadas como componentes esenciales del existir,
porque éste no puede prescindir de la una y la otra sin desplomarse en la
abyección personal y el caos vivencial. Pensar tiene como meta averiguar la
verdad, y ésta se localiza en los hechos y desde la experiencia, en la
realidad. Verdad y realidad se hacen así categorías íntimamente conexionadas.
Por realidad se ha de entender lo que está ahí, lo que existe fuera e
independientemente de la mente cavilante, ya sea realidad física, social, del
otro, psíquica, etc. El sujeto pensante, si aplica la máxima de “conócete a ti
mismo”, se convierte a la vez en realidad pensada.
Transitamos desde lo que está ahí, o existente, a la verdad por medio
del esfuerzo reflexivo. Con él lo real se hace ideas en la mente, que si son
suficientemente verdaderas se pueden conceptuar de verdad, o verdades. Pensar no
es, por tanto, especular, fantasear o permitir deambular erráticamente a la
mente sino concentrarse, someterse a una severa disciplina interior que lleve
desde la ignorancia, o desde el error, al conocimiento demostrado, a la verdad
certificada por la práctica reflexiva.
Saber y comprender es una necesidad espiritual innata en el ser humano
que se debe satisfacer con el conocimiento cierto, aunque a menudo lo hace con
construcciones artificiosas y fraudulentas, teorías, dogmatismos, creencias,
supersticiones, fes, narraciones… Con ellas los poderes constituidos consiguen
una de sus metas esenciales, ahogar o reducir al mínimo las capacidades intelectivas
de la persona, para hacerla crédula, ininteligente, ignorante y dócil.
Necesitamos de la verdad por cinco motivos sobre todo, para satisfacer
el deseo natural de conocer; lograr la serenidad interior que suele otorgar el
saber objetivo; mejorarnos como seres humanos al zafarnos del error, la
ignorancia y la mentira; afianzar nuestra autonomía y libertad individual y
servirnos de ella, de la verdad, como guía para la acción práctica
transformadora.
Pero no todo es color de rosa. El esfuerzo reflexivo es una actividad
dura y desasosegante en sí misma, debido también a que la realidad es compleja
de manera múltiple[1].
La verdad suele producir temor, en nosotros mismos y en los otros. Los que poseen
una inteligencia bien adiestrada y aman la verdad suelen ser perseguidos por el
sistema de dominación y sus feroces perros de presa, que aborrecen lo uno y lo
otro. En consecuencia, quienes deseen “ser felices” quizá lo logren mejor
renunciando a pensar, entonteciéndose y celebrando las medias verdades tanto
como las groseras mentiras administradas por el poder al sujeto medio bajo la
forma de narcóticos espirituales y aleccionamiento institucional cotidiano y múltiple.
Así pues, la voluntad de verdad y de autonomía reflexiva demandan,
como precondición, de la virtud de la valentía, de una voluntad potente y de
fortaleza interior. De ese modo los diversos atributos de la persona se
unifican en el logro de un bien inmaterial, el conocimiento cierto, con el que
nos desenvolvemos en las diversas situaciones de la vida haciéndonos agentes
soberanos de ellas, y no seres nada sometidos a los dictados de los amos del
poder y del dinero.
Sin verdad posible no hay libertad[2] y
sin capacidades reflexivas no hay sujeto.
Nuestra condición de seres humanos se afirma o se difumina e incluso
se niega según usemos o no de los atributos intelectivos de que nos ha dotado
la naturaleza. No se trata solamente de los logros alcanzados al hacerlo sino
del hábito mismo de pensar con regularidad, rigor, autoexigencia y profundidad:
desde él y por él nos autoconstruimos y emancipamos.
Reflexionar es someter la experiencia propia a un tiempo de
indagación, de investigación, conforme a método. Un tiempo que ha de
transcurrir en la soledad y en el silencio, escudriñando en los hechos el qué y
el porqué de los asuntos examinados. Lo vivido no reflexionado enseña muy poco,
y queda como una sucesión de experiencias incompletas e insatisfactorias. Sólo
cuando se cavila sobre los acontecimientos se logra percibirlos en toda su
plenitud, aprehendiéndolos en su real densidad e integridad.
La experiencia no
reflexionada es equiparable a vida no vivida.
Por eso una vida sin reflexión es impropia de los seres humanos. El obrar
sin pensar, el romo activismo robótico, el no encontrar tiempo para recapacitar
y no crearse el hábito de reflexionar nos degrada. Además, un obrar ciego e irreflexivo,
que no se entremezcle regularmente con periódicos actos de cavilación, suele fallar
en la práctica.
Hay que insistir en que el acto de pensar es, en lo básico, un
quehacer íntimo e individual. Lo ha de efectuar el individuo, valiéndose de sus
capacidades y buscando como logros acrecentar su conocimiento de lo que es,
afianzar su libertad individual y mejorarse como persona. Sólo en un segundo
momento se convierte en una experiencia colectiva, a través de la deliberación,
el intercambio de ideas y el debate.
Leer no es pensar, escuchar a otro (profesor, gurú, profeta, sabio,
etc.) no es pensar, o al menos no son las formas superiores del acto reflexivo,
cuya esencia es la creatividad interior autónoma. A menudo leer es
embrutecimiento, renuncia a usar las propias facultades reflexivas por mor de
acumular conocimiento y saberes académicos. Si admitimos que la inteligencia es
la facultad autoconstruida para otorgar respuesta a los problemas de la
existencia y condición humanas, y que por su condición propia resulta ser
cualitativamente diferente de la erudición y el consumo de cultura, podemos
concluir que pensar es, en primer lugar, un actuar en soledad, un mirar hacia
dentro, un fortalecer el propio yo a partir de sí mismo de dos modos, con lo
logrado pensando y con el hábito de pensar.
La experiencia de pensar es dura, bastante dura. Construidos como
seres irreflexivos desde fuera no nos es fácil romper con los hábitos,
interiorizados, que nos llevan a vivir usando muy poco o nada las capacidades
cavilativas, obrando en casi todo conforme nos ordena la autoridad constituida.
Los filósofos se ocupan de la epistemología, del saber sobre cómo saber[3],
pero el centro de aquélla es la reflexión metódica y periódica. Quien la efectúa
es sabio, quien no acaba siendo una marioneta del statu quo, por tanto, una criatura
ignorante, desestructurada y sometida.
El conocimiento sobre el conocer se aprender desde el hábito o
costumbre de detenerse a pensar cada cierto tiempo. Se entiende la basicidad
del pensamiento sensorial, o fáctico, primera etapa de conocer, y la centralidad
del pensamiento reflexivo, o momento en que se descubre el porqué y las causas.
Se logra, asimismo, soltura en aplicar los conocimientos adquiridos a la mejora
de nuestra capacidad de operar en la realidad. Se admite igualmente lo
limitado, finito, impuro e incompleto de las verdades que la mente humana puede
determinar tanto como lo imperfecto de nuestras actividades reflexivas. Y se admite
también que lo humano es constitutivamente así, aceptándolo en sus limitaciones
a la vez que valorando muchísimo sus realizaciones.
Necesitamos del pensar como quehacer natural, no como ejercicio más o
menos artificioso ligado a esta o la otra escuela filosófica. Lo aquí expuesto
es una aproximación a una epistemología o gnoseología vivencial, algo que puede
y debe poner en práctica todo ser humano. Cualquiera que destine tiempo de
reflexión a los grandes problemas y a las causas últimas es un filósofo, y toda
persona debería serlo.
Lo advierte Sófocles, “el peor
mal del ser humano es la irreflexión”. Si el primer y principal paso para
evitarlo es la voluntad consciente de soledad y silencio reflexivos callemos
desde ya.
[1]
Edgar Morin aprehende y enfatiza esta cualidad inerradicable del ser, negada
por la inmensa mayoría de la filosofía profesional. En su obra “Introducción al pensamiento complejo”
Morin rechaza el pensar reduccionista, el saber parcelado y el método
simpificante. En consecuencia, establece un “principio
de incompletud y de incertidumbre” que da al traste con cualquier ilusión
de omnisciencia. Así mismo, admite “la
irrupción de la contradicción lógica en la descripción empírica”,
denostando a la vieja metodología por realizar la “expulsión de la contradicción” de su sistema de percepciones,
epistemología y cuerpo argumental. También, cita como maestros a Heráclito e
incluso a Hegel. Sin duda, el meollo de la complejidad es la antinomia, la
contradicción, instalada en la totalidad de lo real. Morín tiene razón cuando
se opone a la vieja filosofía y ciencia, simplificadoras, unilaterales, estáticas
y reduccionistas, pero su obra dista mucho de estar lograda. No ofrece lo más
necesario, una sistematización de la lógica dialéctica, tarea por realizar.
Tampoco lo hace Heráclito, del que conocemos sólo algunas frases. Ni Hegel,
cuyo voluminoso trabajo fundamental, “Ciencia
de la lógica”, se merece el ácido comentario de Feuerbach en “Tesis provisionales para la reforma de la
filosofía”, “Hegel convierte en razón
a la sinrazón”. Ni Mao Tsetung en su
célebre “Sobre la contradicción”. El estudio filosófico-natural de la
contradicción es la gran tarea pendiente de la filosofía. La necesitamos para
comprender al ser exactamente como es, en su movilidad, conflicto interior,
interdependencia y dinamismo ilimitados, para realizar la autoconstrucción
pre-política del sujeto y para avanzar en el proyecto de revolución integral,
cuyo meollo reside precisamente en la noción de complejidad, siendo su
epistemología la de la lógica de la complejidad, de la contradicción, del
eterno fluir a la vez destructor de lo viejo y autoorganizador de lo nuevo.
[2]
Se ha de distinguir entre la libertad de, o existencia emancipada de
constricciones exteriores, y la libertad para, o capacidad para realizar lo que
escojamos hacer, que es ante todo disposición y capacidad del sujeto, algo
interior a él. Ambas formas de libertad son básicas pero la segunda lo es más
que la primera. A ella se refiere lo arriba expuesto.
[3]
Los filósofos de profesión a lo largo de la historia se han preocupado sobre
todo de vender, literalmente, sus elucidaciones sobre epistemología para
hacerse con un público adicto y fiel sobre la base de eternizar la rentable
relación maestro/discípulo. Pero de lo que se trata es de que el sujeto común
crea en sus capacidades, encuentre en el interior de sí mismo lo que le
permitirá elevarse a ser humano pensante, esto es, realizado e integral, por
ello mismo capaz de prescindir de maestros. Eso no significa que sea superfluo
leer buena filosofía, sólo que ello ha de ser una actividad subordinada al acto
de pensar intensa y duramente por sí mismo, de acuerdo a los dictados de la
inteligencia natural, la que es común a todos los seres humanos por el hecho de
serlo, al menos en potencia. Desarrollar el propio entendimiento es, ante todo,
tarea del propio sujeto, que no puede ser delegada en ningún maestro.