Estamos ante un libro bien construido, proveniente
de un notable trabajo de investigación, escrito con elegancia, traducido con
rigor y fascinante por varias razones. Una es que evidencia que los fascismos,
lejos de surgir de la reacción agraria, clerical y precapitalista, son
expresión de la modernidad más dinámica e innovadora. Para el caso español el
fascismo de Franco es originado sobre todo por las facciones más modernas de la
sociedad española traumatizadas a causa de “el Desastre” de 1898: la
tecnocracia, el pensamiento económico y el desarrollismo industrializador, sin
olvidar la intelectualidad cosmopolita, Ortega en primer lugar, como muestro en
el capítulo I de “Naturaleza, ruralidad
y civilización”.
Los
intelectuales progresistas, con su peculiar desdén por la verdad (para ellos la
propaganda es el todo), todavía se obstinan en que el fascismo de Franco fue
consecuencia del “atraso” de España y
del mundo agrario “semi-feudal”. Lo
cierto es que era la manifestación política del capitalismo más innovador y que
por ello industrializó territorios antes ajenos a la modernidad económica, como
Galicia, Navarra, Huelva, La Mancha, Álava, Tarragona, Burgos e incluso Madrid.
En ellos la gran industria, con su acompañamiento de innovación ideológica y
sociológica, se hizo real por causa del franquismo, esto es, del fascismo
español. De éste apenas se ocupa Griffin, centrado en Alemania e Italia, pero
sus conclusiones para dichos países son aplicables a nuestro caso.
Expone
sin ambages que “el propio fascismo es
una variante del modernismo”, consideración que refuta a quienes creen
encontrar la causa agente de los fascismos en “los residuos pre-modernos”, lo “semi-feudal”
y en otras fantasmagorías inventadas para la ocasión. No: el fascismo brota de
los consejos de administración de las grandes empresas, de la intelectualidad
más cosmopolita y viajera, de las clases medias ansiosas de bienestar, de la
ensangrentada herencia de la Constitución gaditana de 1812, que tritura la
sociedad popular pre-moderna, y de todo lo que es progreso, desarrollo,
tecnología, ciencia económica, cultura académica y similares.
Quienes
falsean la historia a sus anchas niegan, por ejemplo, que la sociedad rural
popular tradicional libró contra el fascismo la última gran batalla por su
existencia con el maquis, en 1939-52. Mientras las ciudades y las clases
urbanas se adaptaron al fascismo (si es que no se unieron a él) la ruralidad
resistió. Fue derrotada -no podía ser de otro modo- pero mostró que su
naturaleza era incompatible con el fascismo. Por eso éste la destruyó: existía
cuando triunfó el fascismo y ya no existía cuando éste se mutó a
parlamentarismo, en 1974-1978.
El
fascismo es la ciudad, no la ruralidad. A ésta la odió y agredió tanto que la
aniquiló.
La
gesta del maquis antifascista fue, en esencia, una contienda entre la
formidable tradición popular agraria de los diversos pueblos peninsulares y la
modernidad, la primera en tanto que pueblo en armas y la segunda en tanto que
fascismo de Franco.
En
correspondencia con lo expuesto, el libro citado, al estudiar la Italia
fascista, señala quiénes fueron sus fundamentos sociológicos: “artistas, arquitectos, diseñadores y
tecnócratas importantes de vanguardia”. Advierte que Filippo Marinetti fue
uno de sus ideólogos a la vez que “el
fundador de uno de los movimientos más radicales de la estética modernista”.
Lo que
Griffin denomina “triunfo de la
modernidad” en unas determinadas condiciones y fascismo vienen a ser lo
mismo.
El
libro está ilustrado con interesantes fotografías, que muestran hasta qué punto
la arquitectura de vanguardia fue fiel a Mussolini. Por ejemplo, la Casa del
Fascio de la ciudad de Como, 1936, es un modelo acabado del vanguardismo más
radical, que no sólo se pone al servicio del fascismo sino que se hace el
corazón mismo de éste.
Dedica
un sabroso apartado a refutar la idea de que el nazismo rechazó la modernidad y
las vanguardias artísticas, uno de los tópicos más habituales. Explica que, si
bien es cierto que Hitler tenía debilidad por lo peor del clasicismo, otros
nacional-socialistas, algunos tan feroces como Goebbels y a menudo más nazis
que Hitler, reverenciaban el llamado “arte degenerado” en muchas de sus
expresiones, lo que impide generalizar y más aún hace imposible asignar a las
aculturadoras, antipopulares, deshumanizadoras, pro-capitalistas, anti-arte y
simplemente ridículas vanguardias artísticas un antifascismo poco menos que
ontológico.
Griffin
insiste en “la íntima relación que existe entre modernismo y fascismo” y titula
un capítulo de manera exacta, “El
marxismo como modernismo”, seguido de otro con un no menos rotundo
encabezamiento, “El fascismo como
modernismo político”. Esta identificación de facto entre marxismo, fascismo
y modernismo es muy pertinente. Ya no puede negarse, si se reflexiona desde la
experiencia histórica y no desde los dogmatismos o teoricismos, que el marxismo
es una variante de ideología burguesa-capitalista dirigida al proletariado y a
la intelectualidad, construida para atraer a estos dos grandes sectores
sociales a la modernidad, a fin de incorporarlos a la lóbrega tarea de crear un
mundo al ciento por ciento dominado por el dinero, el mercado, el interés
particular egotista, la destrucción de la esencia concreta humana y el Estado.
Examina
el libro comentado “la tecnocracia
fascista” en Italia, uno de los ingredientes de esa hórrida mezcolanza
ultra-moderna denominada régimen fascista. Señala que la meta última de
Mussolini era convertir dicho país en “un
Estado moderno, eficaz y poderoso”. Lo mismo pretendían la Falange y
Franco, discípulos del fascismo italiano y lo mismo anhelaban el progresismo y
la izquierda, supuestamente antifranquistas, el PSOE, el PCE y los grupos
marxistas satélites. Al respecto, conviene no olvidar que el PCE dio respaldo
de facto a la política del franquismo para el mundo rural en los años 60 del
siglo pasado, aplaudiendo la destrucción de la sociedad agraria tradicional por
aquél.
Todas
las fuerzas políticas reverentes con la modernidad coinciden en lo sustantivo,
el marxismo con el fascismo, el liberalismo con la estatolatría, la monarquía
con la república, la socialdemocracia con la derecha parlamentarista. Todas
tienen como meta destruir la libertad y devastar al ser humano, de ahí que sus
programas sean uno y el mismo.
Para
el caso del nazismo, Griffin se apoya en la obra de L. Kroll a fin de refutar “empírica y teóricamente” que aquél fuese
“la encarnación de una “antimodernidad”
retrógrada y reaccionaria”. Lo correcto es, añade, referirse a “la modernidad alternativa del nazismo”,
admitiendo que éste es una expresión militante de lo moderno, que se
caracteriza por su agresividad superlativa, por su voluntad de imponerla a
sangre y fuego.
Dado
que la modernidad es opresión total con destrucción total del sujeto y total
deshumanización, las clases populares han resistido al atroz proyecto de
construir una mega-dictadura estatal y capitalista que realizase aquélla.
Un
apartado del libro, que proporciona a quienes amamos el mundo rural popular
tradicional (hoy ya no existente) y execramos la modernidad unos deliciosos
momentos de autocomplacencia, es el titulado “Mein Kampf como manifiesto
modernista”. En efecto, después de ser tantísimas veces ultrajados por los
hiper-modernos, progresistas y vanguardistas, ¿cómo no vamos a leer con
satisfacción este capítulo? En él queda claro que los calumniadores son
fascistas o cuasi-fascistas y nosotros, los calumniados porque creemos que la
no-modernidad popular es (fue) buena, si bien no perfecta, los verdaderos e
incluso los principales antifascistas.
No
menos satisfactorio es leer que el tan jaleado y loado, por la izquierda,
Estado de bienestar fue en Alemania cosa de los nazis (en “España” imposición
del franquismo, que lo estatuye en 1963). Aquí vemos que izquierda y nazismo se
unifican, al ser dos modos de modernidad. Son esencialmente la misma política,
sobre todo en su aborrecimiento a lo humano y en su repudio de la libertad
ontológica de la persona, que se proponen destruir para siempre. Su veneración
por el Estado reúne en lo sustantivo a nazis e izquierdistas. En efecto, en el
centro del horror, chorreante de mugre, detritus y sangre, está en el Estado. O
hay Estado o hay pueblo, o prospera la modernidad o avanza la revolución. Tal
es el principal dilema político de nuestro tiempo.
Finalmente,
si como dice Griffin, el fascismo es modernidad, ¿se puede sostener que la
modernidad es fascismo? No siempre. Hoy es parlamentarismo, una forma de
dictadura del ente estatal y el capital más eficaz que los viejos fascismos, en
el sentido de someter mucho más y mucho mejor a las clases populares.
Quienes
rechazamos la modernidad obra del Estado y de la burguesía podemos mirar con
esperanza el futuro, pues aquélla se está desenmascarando bastante deprisa.
Cada día que pasa manifiesta en la
experiencia que es el mayor atentado de la historia de la humanidad a la
libertad, a la verdad, al bien moral, a la convivencia, a la virtud y al mundo
natural. Están, por tanto, madurando las condiciones para derrocarla y realizar
el gran programa de la revolución integral.