viernes, 26 de diciembre de 2014

SOBRE LA CIUDAD DE LEÓN COMO “CUNA DEL PARLAMENTARISMO”

El conocimiento veraz y objetivo, pre-político, del pasado, hasta donde es posible lograr -que no es mucho- resulta imprescindible para la transformación integral de la sociedad y el individuo, para revertir en ser humano al desventurado ser nada contemporáneo, y para rehacer al pueblo desde el penoso estado actual de populacho. Es una actividad sanadora, de regeneración, revolucionaria.

Vayamos a los hechos. En 2013 la UNESCO incorpora a su Registro de Memoria que los Decretos promulgados en las convocatorias de la curia regia (¿cortes?) de León de 1188 y 1194, presididas por el rey Alfonso IX, constituye el antecedente más antiguo conocido de régimen parlamentarista, al participar en dichas juntas gubernativas “representantes elegidos de pueblos y ciudades” que actúan en ellas “tomando decisiones del más alto nivel”.
           
La UNESCO está orientada por textos y trabajos previos, entre los que destacan el libro de John Keane, profesor de la universidad de Westminster, “The life and death of democracy”, 2009, y el documental “La cuna del parlamentarismo”, de Álvaro del Amo y Juan Pedro Aparicio. Anteriormente, diversos historiadores, Elías López Morán, Julio González, A.R. Myers, Claudio Sánchez Albornoz, Eduardo Fuentes, Justiniano Rodríguez y otros habían aportado datos y análisis.
           
Así las cosas, dado que la condición de “cuna del parlamentarismo” de León en el siglo XII no puede ser cuestionada, y que incluso el ayuntamiento de la ciudad ha convertido el asunto en sólida y generalizada oferta cultural, hay una someter a reflexión diversas cuestiones anejas.
Una es la invención fulera por excelencia en estos asuntos, la del “feudalismo”. Se trata de que los prebostes de la historiografía medieval ortodoxa, esos mismos que llenan de embustes los manuales escolares, en particular los de la enseñanza media, haciéndose ricos con tal labor, nos digan qué había realmente en los territorios del norte peninsular en los siglos medievales, si “feudalismo” o parlamentarismo.
           
Porque la curia regia de León no fue diferente a las de los otros reinos de la península Ibérica en nada importante. El origen y naturaleza de las cortes medievales (seguramente, cortes y curia regia no son lo mismo) resultan endiabladamente oscuros (en buena medida porque los profesionales de la cosa se afanan en hacerlo ininteligible), pero parece que fueron una asamblea de portavoces populares de villas y ciudades, designados para tal función por las asambleas concejiles municipales y a ellas subordinados por el mandato imperativo, con el rey como autoridad nominal, y hasta alguna fecha difícil de definir con precisión, quizá finales del siglo IX, sin rey.
           
Claudio Sánchez Albornoz arguye que el pueblo leonés “no conocía el régimen feudal” y que su sociedad estaba articulada “en grandes municipios libres”, lo que hacía de ella un orden “liberal y democrático”.  Eso, desde luego, es más cierto que la malevolencia sobre el “feudalismo”[1], sin ser del todo exacto, y describe una formación social que en muy poco se diferenciaba de la castellana, la navarra o las de los territorios incluidos en la corona de Aragón. Tales asertos los realiza el más importante historiador del medioevo peninsular mientras que los profesores-funcionarios que se lucran mintiendo, ¿en qué fundamentan sus aseveraciones?
           
Otro embeleco que se viene a tierra con la cuestión tratada es la magnificación de al-Andalus. Si en León la gente común participaba en las tareas de gobierno, legislativas y ejecutivas, al enviar portavoces elegidos asambleariamente a la curia regia, ¿existió algo similar en los territorios sometidos al Estado islámico andalusí? La respuesta es no. No hubo nada equivalente, ni de lejos, pues aquél fue un sistema político instituido de arriba a abajo, con las autoridades máximas nombrando la totalidad de los cargos gubernativos, con un aparato militar que lo dominaba todo y reprimía con furor a los integrantes de las clases populares, fueran cristianos, judíos o musulmanes.

No hubo nada de libertad política para el pueblo en el régimen andalusí, nada de formas asamblearias, nada de participación popular en las tareas de gobierno. Al-Andalus fue una tiranía política, un régimen de dictadura, violencia y terror, que operaba de manera similar, salvando las distancias temporales, al régimen fascista de Franco. Al-Andalus y la libertad son categorías antagónicas y excluyentes.

Empero, lo que se contiene en la formulación sobre la “cuna del parlamentarismo” en León no es exacto. Tomemos uno de los libros del erudito leonés Elías López Moran, “Derecho consuetudinario y economía popular en la provincia de León”, 1900, que estudia lo que su título nombra, el derecho consuetudinario o cuerpo de normas jurídicas de elaboración popular, promulgadas en las asambleas concejiles cuando lo mayoritario de la potestad legislativa pertenecía al pueblo, y hechas cumplir por las asambleas judiciales, en las que el pueblo impartía justicia.

Por tanto, además de la curia regia, existía el orden asambleario popular, en lo que era un régimen de doble poder, el de la corona y el del pueblo (en los documentos medievales el primero aparece citado como “palacio” y el segundo como “concejo”), que mantenían entre sí complejas y conflictivas relaciones.

Lo que más atrae la atención del mundo medieval hispano (peninsular) no es la participación del pueblo en la curia regia de los diversos reinos, aunque es cierto que se dio durante un tiempo, sino el sistema de autogobierno popular casi completo existente, con una tupida red de instituciones asamblearias gubernativas, derecho consuetudinario y luego fueros municipales, asambleas judiciales, milicias concejiles, bienes comunales que se regían desde el concejo y que, probablemente, proporcionaban el 80% de la riqueza social global… Al lado de todo esto, la presencia popular en el órgano de dirección del ente estatal en embrión de la época, la curia regía, es poca cosa.

Cuando los historiadores, incluso los de buena fe, se centran en lo institucional proto-estatal de entonces, que era minoritario, a la vez que olvidan o minimizan lo institucional popular, ampliamente prevaleciente, están ocultando las realizaciones de la gente común y haciendo girar la historiografía alrededor de reyes y notables, con la advertencia de que éstos, hasta finales del siglo XIII, tuvieron unas funciones sociales modestas y subordinadas.

Necesitamos una historia del Medievo hecha desde lo popular, que deje en un secundario lugar, que es el adecuado, a las fuerzas sociales patricias, aristocráticas y elitistas. Esto es, necesitamos una historia medieval que sea objetiva.

Para finalizar, ¿qué significado tuvieron las sesiones de la curia regia de 1188 y 1194? Todo indica que fue una astuta maniobra política para incorporar a las funciones proto-estatales a personas cualificadas de las clases populares, haciendo de ellas un nexo de unión entre el sistema concejil y el naciente aparato estatal. Éste se fortalecía así, atrayendo a su seno a unas minorías que, en un segundo momento, fueron cortejadas por la corona para convertirlas en agentes suyos dentro de las instituciones de autogobierno popular, el régimen concejil.

La operación de atracción y escisión del bloque popular resultó exitosa. No pasó mucho tiempo sin que en la ciudad de León, y luego en las demás villas y ciudades del reino, el concejo abierto fuera sustituido por el concejo cerrado, formado con personas designadas por la corona. En consecuencia, podemos concluir que el régimen parlamentario medieval desempeñó las mismas funciones negativas, por antidemocráticas e integradoras, que el parlamentarismo actual. Pero las asambleas populares continuaron activas en pequeñas poblaciones y aldeas, hasta hoy.



[1] Otro dato que refuta la interpretación progresista, esto es, burguesa, sobre el Medievo hispano se encuentra precisamente en los Decreta (decretos) establecidos en las citadas reuniones de la curia regia leonesa. Su artículo XV prohíbe donar bienes a “ningún establecimiento eclesiástico”, norma común en la época, la cual refuta la suposición de que el poder clerical hegemonizaba aquella formación social.

martes, 16 de diciembre de 2014

LIBERTAD DE CONCIENCIA, RECOBRO DE LO HUMANO Y CAMBIO SOCIAL RADICAL (y II)



Dejemos al neo-estalinismo las prácticas totalitarias que le son propias, calumniar, amenazar, censurar libros, intentar reventar actos públicos, etc. Dado que su nivel intelectual es ínfimo, que está falto de argumentos y que la gente de a pie le repudia, no tiene más opción que acudir a procedimientos de la extrema derecha, de la que es parte principal. Como se sabe incapaz de explicarse en debates públicos libres tiene que acudir al fácil expediente de imponer sus ideas por la fuerza, a amedrentar, demonizar, prohibir pensar, manipular emocionalmente, en suma, a actuar como policía del pensamiento y proto-aparato represivo. En sus métodos desalmados y rufianescos está inscrita la fecha, causas y naturaleza de su derrota estratégica, ya bien visible.
        
El neo-estalinismo, que opera con un programa socialdemócrata y se aferra a las religiones políticas, que ha sido instalado en los medios de comunicación y está siendo multi-subvencionado por el Estado (parlamento, gobierno central, partitocracia catalana “independentista”, ministerio de Igualdad, ministerio de Trabajo, ministerio de Cultura, ministerio de Defensa, ministerio de Interior, empresas del capitalismo de Estado, fundaciones, entes autonómicos, ayuntamientos, etc., etc.) y por la gran patronal, jamás se refiere a la libertad de conciencia como meta, o al menos como atributo irrenunciable del ser humano. Ese persistente “olvido” le desenmascara como sujeto agente de la peor dictadura.

También ignoran la libertad de conciencia, indispensable bien inmaterial sin el cual el ser humano no puede realizar su esencia y no alcanza a re-humanizarse, quienes se centran en los pequeños asuntos, las ínfimas reivindicaciones y las más o menos pedestres demandas “concretas”, por lo general ligadas al consumo y al bienestar. Con su silencio sobre lo más decisivo tales se hacen cómplices de la deriva liberticida y deshumanizadora en curso.
        
En lo parcial y lo pequeño se ahoga la esencia concreta humana.
        
Una revolución civilizadora y rehumanizadora, por tanto, una revolución auténtica, ha de poner en el centro de su programa de medidas prácticas la realización de la libertad, de conciencia y de expresión. Las revoluciones perniciosas, desde la francesa a la rusa sin olvidar la revolución liberal española iniciada en 1812 y las revoluciones “anticoloniales” de hace decenios, han estatuido aparatos todavía más poderosos de adoctrinamiento, machacando con singular furor la libertad de conciencia y negando de mil modos la libertad de expresión. Por eso se han convertido en acontecimientos atiborrados de negatividad que hoy contemplamos con horror, de los que han surgido entes estatales aún más poderosos y un mega-capitalismo todavía más de rapiña.
        
La realización práctica de un orden social que permita (pero no que garantice) la libertad de conciencia y la libertad de expresión a todos los seres humanos demanda realizar transformaciones económicas y políticas fundamentales, para eliminar los aparatos de adoctrinamiento, manipulación y amaestramiento, derribar las prohibiciones de pensar y sentir de modo independiente, negar a santones, gurús, académicos y profetas la capacidad de moldear la vida interior del individuo, haciendo a éste libre al ejercer su libertad/libertades con responsabilidad, con moralidad, con valores, con atrevimiento, con afectos, con autodominio, con sublimidad, con verdad, con épica.
        
De esa revolución saldrá una sociedad sustentada en el libre albedrío, en la libertad de la voluntad individual y colectiva, en la que el mal sea combatido sin tregua pero no prohibido, y en la que el bien triunfe por su propia valía intrínseca y no por su capacidad para intimidar, prohibir y forzar. Para que el bien sea libremente escogido tiene que haber libertad para el mal, lo que significa que la derrota -siempre finita e incompleta- de éste debe hacerse desde la libertad y tiene que efectuarse un número infinito de veces. Por eso los partidarios de la libertad de conciencia somos perseguidos pero no perseguidores. Eso queda para los totalitarios de toda laya.
        
Se nos dice que la libertad de conciencia (y su pre-condición, la libertad de expresión), es un derecho, y que es el Estado quien lo garantiza. Esto es como poner a la zorra a cuidar a las gallinas, pues el ente estatal, al ser la organización de un número muy reducido de personas para ejercer poder y mandato sobre la sociedad y vivir del trabajo ajeno, es el primer y principal conculcador de la libertad de conciencia, seguido de cerca por la gran empresa capitalista multinacional.
        
Por eso los peores enemigos de la libertad de la gente común son los estatólatras, aquellos que para todos los males tienen un mismo y único remedio, ampliar la soberanía y potencia del ente estatal, con más leyes, más policías, más cárceles, más aparato fiscal, más sistema educativo deseducador, más régimen asistencial laminador de la vida convivencial, más gobierno, etc.

El pueblo, para ser él mismo y ser libre, ha de vivir fuera del Estado, ser diferente y otro respecto a éste, confiar en sí mismo, creer en las potencialidades inmensas de la persona, de cada persona y de cualquier persona, hoy apenas utilizadas porque no se confía en el ser humano real, al transferir todas las expectativas y esperanzas al creciente obrar institucional.
        
La libertad de conciencia no es y no puede ser un derecho que garantiza el Estado sino una necesidad trascendente, un deber, un esfuerzo, un programa, una bandera, un hábito y una pelea sin fin. Que el Estado la “garantice” quiere decir que la manipula, desnaturaliza y niega. Aquél es su principal enemigo, pero la sociedad tampoco puede ni debe certificarla, más allá de establecer las condiciones para que no sea impedida o reprimida.
        
Es cada cual, en el interior de sí mismo y sí misma, a solas ante su propia conciencia, quien ha decidir si desea vivir libremente, por tanto, usando del pensamiento libre, o se va a dejar moldear por lo ajeno y exterior, instituciones, teoréticas, religiones de Estado o “líderes”. Es en lo profundo de la conciencia individual donde se han de librar las batallas determinantes entre el amor por la libertad y las pulsiones totalitarias, irresponsables y delegacionistas, que existen en nuestra naturaleza, a veces amagadas y otras muy insolentes.
        
Quien crea que algo o alguien le va a garantizar la libertad, en particular la libertad de conciencia, se ha dejado reducir intelectual y emotivamente a la condición de esclavo que ama sus cadenas. Vivir es, también y en un sentido sobre todo, pelear por la libertad, y ninguna sociedad, por libre que sea, tiene que asegurar a sus integrantes la libertad, ni tampoco puede hacerlo. Eso es tarea de cada persona, sola y asociada.

El modo de existencia de la libertad es en peligro permanente, por lo que vivirla es esforzarse, arriesgarse y padecer, pero no gozar, supuestamente, de la larga siesta liberticida y estupidizante del nuevo epicureísmo fomentado por la sociedad de consumo, el cual se ha hecho el todo del pensamiento progresista, esto es, burgués-ilustrado.

La vida gozadora es renuncia a la libertad dado que ésta resulta del combate y se expresa en él[1]. Ser libre es lidiar por la libertad.
        
Por tanto, la realización práctica de la libertad de conciencia es ya, ahora, tarea de cada una y cada uno. Es autoconstruirse como sujeto que vive desde la realidad y para la verdad, con desdén hacia las formas elaboradas de pensamiento adoctrinador, las teorías, los dogmatismos, las fes, los “ismos” y demás trabas y negatividades para el entendimiento y el conocimiento, para la vitalidad anímica y el vigor espiritual, que nos disminuyen e incluso trituran y niegan como seres humanos.
        
La realidad y su aprehensión suficiente en la mente, la verdad, basta para consumar nuestra esencia y maximizar nuestra actividad espiritual.
        
Lo pertinente es existir desligándonos de los aparatos de adoctrinamiento, de los gurús institucionales o contraculturales, de las estructuras sustentadas en doctrinas y teorías, siendo nosotras y nosotros desde sí, cada cual consigo mismo y todos en comunidad. Al aleccionamiento institucional hemos de oponer el gusto por el silencio, el hábito de la reflexión en soledad, la costumbre de reunirnos con nosotros mismos regularmente. Las soluciones a los grandes problemas no están fuera sino dentro, o más exactamente, dentro y fuera del yo. Desacierta la persona que olvida o desdeña las potencialidades y fuerzas enormes que posee de manera natural dentro de sí para arrastrarse detrás de pretendidos redentores.
        
La libertad proviene, en gran medida, del retirarse regularmente al interior de sí mismo, de sí misma. Allí, en lo más profundo del yo, hay que afirmar el hábito del pensamiento independiente, creador, indagador de lo nuevo. En silencio, reflexionando ateóricamente. Igual conviene hacer con el resto de los atributos del espíritu humano, ingeniando creativamente formas y fórmulas, cada cual conforme a su naturaleza concreta, para alcanzar el desenvolvimiento de la parte emotiva, pasional, afectiva y volitiva del yo. Ser de manera máxima como persona, ser totalmente, para que las instituciones de dominación queden reducidas a nada, es un enfoque revolucionario de la existencia y condición humana.
        
En conclusión al socrático conócete a ti mismo hay que añadir el lógico constrúyete a ti mismo. Hacerlo demanda que la libertad de conciencia y la libertad de expresión sean realidades cotidianas.
Fin


[1] Julio Martínez Mesanza, en uno de sus poemas, nos recuerda que “Hay espadas que empuña el entusiasmo,/ y jinetes de luz en la hora oscura”. La libertad es, en efecto, asunto de entusiasmo, espadas y fulgores temibles. Cualquier interpretación blandita, ñoña y exangüe, de esta cuestión resulta inadecuada. La contienda por la libertad no es quehacer para cobardes, por eso la sociedad actual, sin libertad, es el reino de la pusilanimidad personal y colectiva.

sábado, 13 de diciembre de 2014

LIBERTAD DE CONCIENCIA, RECOBRO DE LO HUMANO Y CAMBIO SOCIAL RADICAL (I)



La libertad de conciencia, noción seminal y meta estratégica, ha de ocupar un lugar central en el esfuerzo colectivo e individual por la libertad, sobre todo en una sociedad crecientemente liberticida, totalitaria y deshumanizada, por ello mismo aberrante y en putrefacción, sociedad que demanda ser transformada de manera sustantiva y radical. Así pues, la libertad de conciencia es objetivo determinante en el proyecto de revolución integral. A su lado, como causa y consecuencia, figura la libertad de expresión.
        
Libertad de conciencia significa autonomía para construir el propio mundo interior, no sólo el de las reflexiones y convicciones, el conocimiento y el saber, sino también el de los sentimientos, las emociones, las pasiones y las voliciones. Ser libres es pensar con libertad, sentir con libertad, desear con libertad, escoger con libertad. Es determinarse a sí mismo, ser por sí mismo y desde sí mismo.
        
No hay libertad de acción sin libertad de pensamiento, sin autonomía suficiente de la conciencia individual. No hay libertad política si la sociedad no es libre en lo más básico, la formación del universo espiritual de la persona. No hay libertad civil si el individuo es construido desde fuera por el poder establecido, en lo que tiene de específicamente humano, su mundo psíquico.
        
Una sociedad convivencial, o del amor de unos a otros, sólo puede erigirse desde la libertad, dado que el amor se escoge mientras que el odio se impone. Por eso todos los totalitarismos son cosmovisiones del aborrecimiento. Un orden social del amor ha de ser necesariamente imperfecto e inestable, en perpetua lucha y conflicto, pues si el amor se elige desde la libertad es porque existe junto a su opuesto, el desamor, lo que significa que hay libertad de elección. Y esa coexistencia entre el amor y el odio, entre la libertad y el despotismo, es siempre conflictiva.
        
Si optamos por el amor escogemos de facto la libertad, negamos el totalitarismo y nos situamos en una existencia de lucha y contienda permanentes, en un ser/no-ser arriesgado y doloroso pero fructífero. El desamor, el error y el mal han de ser combatidos pero no reprimidos. Las armas de esa lucha (que es sin final, permanente e inerradicable mientras dure la humanidad) han de ser la argumentación, la movilización, el testimonio, el recto obrar y la coherencia, no la coerción, la manipulación o el aleccionamiento.
        
La pelea por la verdad, inseparable del esfuerzo por la libertad de conciencia, ha de realizarse con las armas apropiadas, en primer lugar la aportación de formulaciones eficaces por su contenido de verdad y validez experiencial. Esta exigencia de un esfuerzo reflexivo cada vez más riguroso, así como de una práctica progresivamente más transformadora, excluye el uso de la censura, la represión y la manipulación.
        
La adhesión a la categoría axial de libertad de conciencia hace, en consecuencia, mejor al individuo porque le exige compromiso con la verdad, rigor argumental, asunción de responsabilidades, juego limpio y respeto por el otro. De ahí que la libertad de conciencia sea una de las nociones decisivas para superar la situación de ser nada, de criatura múltiplemente nulificada, propia del sujeto hoy.
        
La fabricación de la persona desde fuera -desde arriba- por el poder, incluso cuando la operación ha sido “bien realizada”, proporciona un individuo de inferior vigor anímico, potencia vital y aptitud creadora, pues lo que maximiza al sujeto es autoconstruirse. Por eso es inherente a todos los totalitarismos, políticos y económicos, religiosos y laicos, de derechas y de izquierdas, empequeñecer a la persona, hacerla inferior y degradada.
        
La calidad del sujeto, o su ausencia, mide el grado de libertad de una sociedad dada, en particular de la libertad de conciencia. El pavoroso derrumbe de la valía y virtud del individuo en las sociedades contemporáneas prueba su naturaleza mega-totalitaria.
        
La formación social actual niega en los hechos la libertad de conciencia, la autonomía del pensamiento individual y colectivo, con múltiples instrumentos destinados a adoctrinar y a amaestrar: el sistema educativo, la publicidad comercial y política, el actuar de la pedantocracia y estetocracia, el trabajo asalariado (la peor forma de amaestramiento hoy en curso), los partidos políticos, la industria del espectáculo, el temible poder mediático, la tecnología de la “sociedad de la información y el conocimiento”, el ascenso del islamofascismo como genocida instrumento del imperialismo occidental, y tantos otros.
        
Todos ellos deben desaparecer a través de la lucha. El proyecto de revolución integral ha de realizar una de las mayores transformaciones positivas de la historia, instaurar un orden social en el que la libertad de conciencia sea real y cotidiana, lo que permitirá a todos y a cada uno mejorarse cualitativamente como persona, al autoconstruir conscientemente su propio mundo interior, a la vez reflexivo, emotivo, pasional, erótico, estético y volitivo.
        
Dadas esas condiciones se podrá decir que existe una humanidad en todo el sentido de la palabra, al estar formada por sujetos que desde la libertad y la responsabilidad, por su propio esfuerzo y con la cooperación de sus iguales, se escogen, hacen, edifican y crean a sí mismos en tanto que seres humanos totales, completos, integrales.

Entonces desaparecerán los seres nadificados y anulados propios de este aciago momento de la historia de la humanidad. Entonces será real la libertad/libertades del individuo y del cuerpo social. En tales condiciones fluirá la creatividad individual y colectiva, al tener cada cual una vida interior rica, auténtica, específica y autocreada.
(Continuará)