Es cierto que Espartaco y una minoría, al parecer, se opusieron total o parcialmente a ello, por ética, por política y por estrategia, pero sus posiciones no prevalecieron. Es sabido que aquél impuso una prohibición de comerciar con oro y plata dentro del ejército rebelde, pero que tuviera que llegarse a eso manifiesta la verdadera naturaleza de éste, o cuando menos lo poderosas que eran las tendencias internas a hacer de él una copia de las clases sociales contra las que, inicialmente, se había alzado.
Aquellos comportamientos revelaban también que el grueso de los rebeldes carecía de un programa para la transformación integral de la sociedad y para, en ese marco, poner fin al régimen esclavista. En realidad, la espontaneidad de la mayoría de la masa servil en armas lo que deseaba era vengarse y vivir a lo grande, sin ninguna reflexión sobre el futuro, por tanto, sin ninguna estrategia y sin hacer caso a quienes, como Espartaco, sí la tenían, dado que la autoridad de éste fue siempre precaria y parcial. En ese proceso las relaciones esclavistas reaparecieron de facto, convirtiendo a sus prisioneros, cuando eran gente adinerada y propietaria, en los nuevos esclavos. No hubo pues revolución en el sentido estricto del término.
En tales condiciones la simpatía por los alzados en armas se enfrió rápidamente, en especial en las ciudades. Los libres oprimidos y modestos no sintonizaron con el nihilismo hedonista y vengativo, irreflexivo e irracional, destructivo y despilfarrador, amoral y espontaneista, de los alzados, y tampoco lo hicieron los esclavos urbanos, dedicados a la artesanía y los servicios, tan numerosos. De ese modo, los rebeldes se quedaron aislados socialmente, no encontrando más adhesiones, pasadas las primeras semanas, que las de limitados contingentes de esclavos rurales, pastores y otros, que se unían a ellos no siempre de manera enteramente voluntaria. Eso significó que no podían alzarse con la victoria final. El máximo de fuerzas de los rebeldes fue de unos 60.000 hombres y féminas, y de ahí no subieron, aunque en Italia había para esa fecha en torno a 1,5 millones de esclavas y esclavos, y unos 5,5 millones de libres pertenecientes a las clases populares.
Los desacuerdos en el seno de los rebeldes fueron fuertes, y hasta en dos ocasiones se desgajaron grupos minoritarios pero importantes, exterminados luego por el ejército romano, aunque sabemos poco de las diferencias que les enfrentaron[1]. En una ocasión los combatientes se amotinaron contra Espartaco y su equipo, a quienes amenazaron con sus armas. Así las cosas, el grupo de Espartaco comprendió, a deducir desde su actuar, cuatro verdades fundamentales: 1) no podían vencer, 2) en el caso que lo lograran reproducirían las relaciones sociales existentes antes del levantamiento, incluido el régimen esclavista, posiblemente empeoradas, 3) la percepción del punto número 2 por las masas hacía imposible su adhesión a la rebelión, lo que condenaba a ésta a la derrota, 4) la comprensión por Espartaco y los suyos del apartado 2 y sus consecuencias hacía inútil continuar la lucha.
Ese lúcido análisis llevó a establecer la única estrategia razonable, la de escapar de Italia antes de que el retorno del grueso del ejército romano a la península liquidase el alzamiento con un baño de sangre. Espartaco dirigió a los hombres y mujeres que le seguían en varios intentos de atravesar los Alpes, que no realizaron finalmente, y también en otros igualmente fallidos para abandonar Italia por mar. Ello era realista, pues dado que la victoria era imposible o indeseable (al llevar a la restauración de un esclavismo probablemente peor que el derrocado) sólo quedaba una retirada estratégica, en realidad una huida ordenada, como salida factible.
Es a destacar que en ninguno de los historiadores que se ocupan del asunto hay ni la menor referencia a asambleas en la formación social constituida por los esclavos insurrectos, y todo indica que su régimen de toma de decisiones fue una mezcla de caudillismo militarizado en la cúspide e indisciplina populachera en la base. Se sabe que no hubo propiedad comunal ya que el mismo Espartaco impuso el reparto igualitario del botín logrado, lo que es loable desde la idea de justicia distributiva, pero desastroso para el futuro del movimiento, dado que atomizaba a los rebeldes en una miríada de propietarios privados, y por tanto individualistas, posesivos y egoístas. La lucha por el botín se elevó, con ello, a motivación de importancia, al parecer, lo que arruinó todavía más el prestigio popular de los alzados.
El grupo de mando creado en torno a Espartaco hizo lo que pudo para retrasar la derrota final, valiéndose con habilidad de los recursos que le proporcionaba su dominio del arte de la guerra, pero una vez que la naturaleza no-revolucionaria del proyecto se había puesto en evidencia, con la consiguiente abstención de las clases populares, la aniquilación final de los alzados era cosa de tiempo. En la primavera del año 71 tuvo lugar la última batalla, en la que Espartaco luchó y murió como un héroe (se dice que al inicio del combate degolló a su caballo para mostrar a los suyos que no huiría, que combatiría hasta el final con desprecio por la propia vida, como efectivamente hizo) junto con el grueso de su gente, derrotados por los ejércitos de la república romana, mandados por el procónsul Marco Licinio Craso. Éste ordenó crucificar a los prisioneros, unos 6.000, en el camino entre Capua y Roma. Grupos dispersos de huidos de la batalla deambularon aún durante unos años por las áreas montañosas de la parte meridional de Italia, hasta que fueron exterminados por las fuerzas armadas del Estado. Luego vino la leyenda y la mitificación, ambas indebidas y muy perniciosas, hasta hoy[2].
Para ahondar en la comprensión profunda de lo acaecido nos pueden ayudar las reflexiones que J.S. Mill realiza sobre la personalidad del esclavo en “Del gobierno representativo”. Lo sintetiza en 3 puntos principales, a) obra siempre por órdenes, de manera que no logra adecuar su conducta a normas interiormente asumidas; b) actúa por presión exterior, conforme a la coacción que reciba; c) no manda sobre sí mismo, dado que siempre es mandado. De ello concluye que si no hay disposiciones conminativas tiende a la indisciplina, la amoralidad y al caos, puesto que no sabe autogobernarse, ni como persona ni como comunidad.
Esto es bastante exacto y hace imposible que un alzamiento de esclavos, o neo-esclavos, pueda triunfar. Quienes creen que el todo de las revoluciones son el hambre y la pobreza, y que basta con eso para que las masas se levanten, se equivocan. Y yerran tanto que no pueden mostrar ni un solo caso histórico en que tal haya sucedido. Los dominados, en sí y por sí, sin someterse previamente a auto-transformaciones cardinales, pueden realizar rebeliones, en efecto, todas fracasadas de un modo u otro, pero lo que no pueden es hacer revoluciones.
[1] Expone B. Strauss en lo referente al primer enfrentamiento dialéctico, mantenido entre Espartaco y Criso, otro de los jefes rebeldes, que éste “quería extender la guerra en Italia. Quería más botín, más venganza y, sin duda, más poder”, mientras que Espartaco rechazaba por carente de base su optimismo y por inmorales sus fines, pues creía que en las condiciones existentes no podrían vencer a las unidades más aguerridas de los ejércitos romanos (hasta ese momento habían derrotado a tropas de segundo orden) y que lo apropiado era marchar hacia el norte, cruzar los Alpes y dispersarse por Europa continental, apreciación realista como luego probaron los hechos. En lo táctico Espartaco deseaba prepararse concienzudamente para las futuras batallas, que serían inevitables, mientras Criso deseaba atacar de inmediato. Por el momento, ambos caudillos llegaron a un acuerdo de compromiso. Marcharon hacia el sur y cuando llegaron a la comarca de la Lucania tuvieron lugar las peores atrocidades cometidas por el ejército de esclavos en armas, con violaciones, matanzas, rapiñas y pillaje, a lo que se opuso Espartaco, pero en situación de minoría y sin éxito. Finalmente se produjo la ruptura entre ambos, quedándose unas 30.000 personas con Espartaco y 10.000 con Criso, lo que manifiesta que por un tiempo la cordura y la moralidad triunfaron, posiblemente como consecuencia de la reflexión sobre los horrores anteriormente perpetrados. El cónsul Lucio Gelio, advertido de la escisión en el campo insurgente, acudió con celeridad y venció a la gente de Criso, tomándola por sorpresa, lo cual probablemente estuviera en relación con la culpable relajación placerista que reinaba en sus filas. El jefe rebelde y unos 7.500 de sus seguidores murieron a espada. Poco después Espartaco derrotaba de manera aplastante al cónsul Cneo Cornelio Léntulo y más tarde al procónsul Cayo Casio Longino. El ejército de éste, formado por dos legiones (unos 10.000 hombres), fue completamente vencido. Espartaco cometió a continuación un hecho reprobable e impolítico en extremo, ejecutar a los prisioneros de guerra que tenían, lo que muestra los límites de su moralidad y sentido estratégico. Esto les hizo perder, sin duda, las ya escasas simpatías populares con que contaban y les dejó sin base social en Italia.
[2] Una de las más pérfidas manipulaciones de estos hechos históricos es la película “Espartaco”, dirigida por Stanley Kubrick y rodada en 1960. En ella se da una imagen rotundamente falsa y políticamente interesada de los acontecimientos, haciendo de los sublevados meras víctimas de Roma y no, como fueron en realidad, víctimas de sí mismos y sí mismas en primer lugar. Una vez más en esta película se comprueba lo nefasto del cine como instrumento para impedir que la mente humana aprehenda lo real en tanto que real, sumergiendo a las gentes en un universo de irrealidad en el que el cerebro deja de funcionar y el sujeto se hace pasivo y sumiso a fuer de embobado, subyugado y estupidizado por las imágenes y los sonidos, estudiadas alucinaciones encaminadas a cercenar la libertad de conciencia del pueblo.
que interesante cuestion esta...
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