La exposición de discrepancias es una práctica habitual, algo inherente a la condición humana, que se manifiesta en la relación con los demás tanto como con el propio yo. Lo real está en continuo automovimiento y nuestro conocimiento cambia y se modifica, pues es -y debe ser- un proceso sin fin, no un acto realizado de una vez por todas. Sobre la base de la experiencia aprendemos y desaprendemos, avanzamos y retrocedemos, mejoramos y empeoramos, vale decir, cambiamos nuestras percepciones y convicciones. Todo ello nos hace vivir en una dialéctica de los acuerdos y desacuerdos, con los otros y también con nosotros mismos.
De ahí provienen la disensión y la
crítica, que forma parte de la condición natural del ser humano. El derecho a
pensar diferente y divergir es uno de los fundamentos de una sociedad libre y
una vida buena, aunque conviene que vaya unido al deber autoimpuesto de estar
en desacuerdo con fundamento, tras las apropiadas investigaciones y
reflexiones, con respeto, con cordialidad, sin poner en peligro la unidad y la
cooperación, sin esperar convencer o convertir a las propias ideas.
Pero no se puede asimilar el acto de
criticar con el atroz ejercicio de difamar, zaherir, injuriar, estigmatizar y
humillar. Muchas y muchos no saben distinguir lo uno de lo otro, y esa es una
de las grandes tragedias de nuestro tiempo, en el que los seres humanos,
adoctrinados y amaestrados para ello por las instituciones gubernamentales,
viven en una continua “guerra de todos contra todos”, que tiene en el uso
bélico y vandálico de la palabra una de sus expresiones más degradante para la
persona, más causante de dolor estéril y más provechosa para el poder
constituido.
De cardinal importancia es, al
conocer un desacuerdo, determinar si es de naturaleza no antagónica o
antagónica. En el primer caso, sea cual sea su magnitud, ha de ser tratado
desde la cordialidad, sin cesar de trabajar juntos, sin dañar la unidad.
Aprender a estar y a hacer en común con quienes se disiente es una expresión de
madurez personal, solidez reflexiva, plétora vivencial y eficacia
transformadora.
Con todo, organizar la propia
existencia sobre la base de obligaciones y deberes, como proponen Cicerón y
Simone Weil[1], y
no principalmente sobre derechos, es más justo y, al mismo tiempo más creativo,
que confinarse en el universo egotista y autodestructivo de los derechos. Esto
equivale, en el asunto considerado, a poner por delante del derecho de crítica
el deber de investigar la realidad para fijar la verdad concreta ante cada
cuestión particular.
Mis escritos e intervenciones
públicas, hasta el momento, están recibiendo muchísimas más muestras de apoyo y
coincidencia, a menudo abundosas en cordialidad e identificación, aunque, como
es lógico, no faltan las críticas, muchas constructivas y afectuosas pero unas
pocas furiosas e incluso beligerantes. Cuando recibo una lo inmediato es
preguntar a su autor o autora si desea que la dé a conocer, colgándola en mi
página o difundiendo el texto en papel, y si me autorizan lo hago. Eso explica
que en la página haya una cierta cantidad de críticas o de indicaciones de los
escritos donde aparecen, y que se mantengan ahí sin refutación por mi parte,
pues no deseo perturbar la libertad de juicio de quienes las lean con una contestación
en exceso rápida.
Ofenderse o indignarse con lo que otro
u otros exponen en contra de uno es negarles el derecho a explicarse como deseen
hacerlo, con total albedrío, es ir contra la libertad de crítica, es una
manifestación de totalitarismo. De manera similar, no admitir la parte de
verdad que puedan tener las críticas recibidas es construirse como un sujeto
autista, e incluso solipsista, que no atiende a razones y no valora el gran
bien de la verdad. Pero puede darse el caso que aquéllas carezcan del todo o
casi del todo de valía y no contengan nada útil digno de ser reseñado. Ciertamente,
nadie está obligado a incorporar los contenidos de las críticas a sus
convicciones, sólo a no obstaculizar lo más mínimo su universal circulación y
difusión.
Que mi página sea la mayor
concentración existente de críticas (y no hay más porque una buena parte de
quienes me las envían no desean que las haga públicas) a lo que hago y al
ideario que defiendo, e incluso a lo que soy o parezco ser personalmente, expresa
mi concepción en esta delicada cuestión. Ciertamente, sería bueno que este modo
de proceder se universalizara, de manera que todas y todos renunciasen a las
prácticas censoras, represivas y excluyentes de las formulaciones disconformes
con las propias ideas.
Al actuar de dicha forma no
diferencio entre desacuerdos expuestos con cordialidad o con animadversión,
entre críticas constructivas o destructivas. Todas son a mi juicio expresiones
legítimas de la libertad de expresión, fundamento de la libertad de conciencia,
una de las libertades más importantes, la cual no existe en las sociedades de
la modernidad. Nunca me fijo, más allá de su aprehensión descriptiva
neutralmente considerada, en si una invectiva contra mis ideas, mis actos o mi
persona pretende corregirme y mejorarme o desacreditarme y destruirme. A todas
ellas las tengo por formas legítimas del ejercicio de la libertad de exponer
las propias convicciones. En consecuencia, todas deben ser difundidas.
Si estableciese distinciones entre
críticas “aceptables” e “inaceptables” estaría atentando contra la libertad de
expresión de los otros, pues les exigiría que se autocensurasen, que no pasasen
en su exposición de discrepancias de un cierto punto. Esto no es admisible para
mí, por razones epistemológicas, políticas, éticas y de cosmovisión. Asimismo,
procuro ser cordial y afectuoso en mis actos públicos, entre otros motivos para
que nadie deje de disentir públicamente con lo que exponga por temor a recibir
una réplica irascible o biliosa.
Cuando alguien recurre al ataque
personal, lo que en ocasiones sucede, mi norma invariable es no defenderme. Por
una razón muy sencilla: como individuo no soy importante y por tanto no merece
la pena perder el tiempo protegiendo lo que no es gran cosa. Naturalmente,
nunca me sirvo de ese tipo de añagazas. Se discrepa de las ideas y las
prácticas pero la persona en sí está más allá de todo juicio, pues en este
aspecto es algo similar a la “cosa en sí” de Kant, una realidad que no puede
ser del todo conocida y que, en consecuencia, no puede ser evaluada en tanto
que totalidad, como persona. No juzgar a los demás es una verdad muy profunda y
extraordinariamente útil. Al mismo tiempo, hay un deber de afecto que se ha de
mantener con todas y todos, también con las y los detractores más hipercríticos
o furibundos[2].
Con todo, es sabido que el acudir al
ataque personal es el recurso de quienes carecen de argumentos, no tienen razón, no aprecian la
verdad y se mofan, igual que hacer la burguesía, de la ética. Lo correcto está
en el axioma que preconiza la guerra a los errores y el amor a las personas.
Por desgracia, no siempre he sido
fiel a aquel ideario, tan hondamente sentido por mí, pero para esos casos está
el recurso al reconocimiento de los propios errores, con propósito de no volver
a incurrir en ellos. Las reglas éticas no proporcionan, y no pueden
proporcionar, una conducta siempre irreprochable dado que ésta está más allá de
lo que la limitada y mediocre condición humana puede realizar. A menudo guían
nuestros actos pero en otras ocasiones sólo sirven para comprender a posteriori
en qué erramos y para inducirnos a rectificar. Los seres humanos somos
imperfectos por naturaleza y estamos obligados, precisamente por ello, a
combatir el propio mal interior durante todo el tiempo de nuestras vidas. Para
eso conviene fijarse normas, valores y criterios, que unificados son metas, y
que a veces respetamos y otras no. Para el segundo caso está el recurso a la exploración
regular de la propia conciencia, al pesar por el mal obrar y el deseo de
mejorar así como de reparar el daño cometido.
Nadie, ninguna persona por “genial”
que sea, y ningún colectivo o movimiento por excelente que diga ser, puede
convencer a todos. Siempre hay y habrá personas que disientan, que piensen de
otra manera. Por tanto siempre habrá desacuerdo y críticas. La unanimidad es
imposible tanto como indeseable. Por eso, y por otros motivos, me prohíbo a mí
mismo cualquier pensamiento de “ganar”, de “derrotar”, de “imponerme”, en las
controversias en torno a formulaciones e ideas, centrándome en una sola meta,
aportar argumentos más y más trabajados y próximos a lo que tenga en cada caso
por verdad, y nada más. Luego, se trata de esperar a que el paso del tiempo
disipe, quizá, las diferencias y que en el futuro se pueda alcanzar acuerdos
otrora imposibles.
Como expone ese gran pensador de la
Alta Edad Media hispana que fue Beato de Liébana, los humanos somos seres
“bipartidos”[3],
en permanente conflicto interior, desgarrados por contradicciones a menudo
bastante dolorosas y en definitiva irresolubles, con una tendencia al mal que
está en sempiterna brega con la también natural pero parcial propensión al
bien. El arte de la existencia humana buena y superior consiste, para estas
materias, en persistir en la voluntad de bien y perfección personal por medio
de un esfuerzo permanente de automejora, en lucha contra uno mismo y con autonegación
de sí, esto es, de la parte siniestra y perversa del propio ego, tanto como de
afirmación de lo positivo de éste.
Tal programa es inaceptable para la
mentalidad narcisista, epicúrea y hedonista de la modernidad, que infantilmente
se cree sin mácula y acabada, y que además se aterra ante la idea de vivir en
un permanente conflicto y contienda interior que, de un modo u otro, es inevitable,
al ser componente sustantivo de lo humano. Lo que de ello dimana es el sujeto siempre
estancado e hiper-degradado característico de las sociedades contemporáneas.
Aceptar las propias limitaciones, consideradas como forma naturales de
manifestarse la condición humana, renunciar a los sueños pueriles de perfección
y omnisciencia del yo, es parte medular del proceso de maduración de la
persona, cada vez más difícil de realizar en un orden social en el que al individuo se
le mantiene infantilizado desde la cuna a la tumba para poderle dominar más y
mejor.
La aplicación a mí mismo de esa gran
verdad formulada por Beato, así como la mera auto-observación de mis ideas y
actos, me hace ver que, en efecto, soy un sujeto “bipartido”. En mí, como en
cualquier ser humano, coexisten el acierto y el error, del mismo modo que el
bien y el mal, de manera que no puedo estar siempre acertado. Mis desaciertos
son muchos, y siempre será así por más que me esfuerce en pensar bien y obrar
bien, por lo que necesito de la crítica de los otros tanto como de la de mí
mismo. Nadie puede tener razón en todo,
y yo quizá menos que nadie dado que a lo largo de mi vida me he equivocado
demasiadas veces y en asuntos demasiado importantes como para albergar ahora
alguna ridícula idea de genialidad y omnisciencia[4].
Las críticas que recibo, sea cual
sea su contenido y propósitos, me estimulan, me enseñan, me fuerzan a ser
mejor. Ocultarlas o peor aún denunciarlas y perseguirlas sería un colosal
despropósito. Si tienen razón, al difundirlas coopero en el triunfo de la
verdad. Si no la tienen, con la práctica de darlas a conocer colaboro en la
tarea de crear una sociedad con irrestricta libertad de expresión. En un caso y
en el otro gano con lo que hago. Esto no está en oposición con que a veces
(otras no, que son la gran mayoría) me duelan, me ocasionen ansiedad, tensión y
desasosiego íntimo, pues obrar rectamente no siempre es agradable dado que bien
y placer suelen estar en oposición. Pero, sea cual sea el estado psíquico que me
susciten, el deber de respetarlas y darlas a conocer es total e incuestionable.
No es posible avanzar sin lucha y
confrontación de ideas. La mera unidad con los otros como meta es un grave
error pues, primero, sin crítica no se puede ir corrigiendo los defectos y yerros
en que inevitablemente se incurre (vivir es equivocarse una y otra vez), y,
segundo, dado que las contradicciones existen en todo lo real, por sí mismas y
no como actividad malintencionada de esta o la otra persona o grupo, han de ser
tratadas. Sin un cierto grado de conflicto no hay avance. Por eso quienes
bloquean la crítica y se ofenden por ella se condenan al estancamiento
sempiterno, a no desarrollarse a medida que lo hace la realidad, a convertirse
en entes superados y seniles. Los que de ese modo obran son enemigos de sí
mismos.
Una manifestación práctica de los
pésimos efectos que ocasiona el bloqueo por sistema de la actividad crítica lo
proporciona la izquierda. Ésta se toma casi cualquier reflexión discrepante
como un ataque al que hay que contestar con intimidaciones de un tipo u otro. Eso
ocasiona su bien conocido estancamiento intelectual, programático y operativo, por
lo que sigue con ideas y prácticas de hace más de un siglo, las cuales es
incapaz de renovar, actualizar y mejorar. En su seno el pensamiento creador es
nulo, pues todo consiste en repetir los supuestos “principios” doctrinales de
una forma abstracta y dogmática, sin dejar espacio a los hechos, la práctica y
la experiencia, sin abrirse a la realidad.
De ese proceso de trituración del
pensamiento libre (y, por ende, creador) resulta un sujeto, el militante de la
izquierda, bastante degradado como ser humano, por ausencia de hábitos de
mejorarse y mejorar a través de la regular admisión de errores y desaciertos.
La izquierda es la corriente social más anquilosada, más incapaz de pensar y
crear lo nuevo, más obsesionada con categorías autodestructivas, menos
respetuosa de la persona y sus necesidades, más hostil a todas las expresiones
de la libertad. En realidad, sintetiza y concentra lo peor del mundo del
capital, del cual es sostenedora devota, en la forma de negar el capitalismo
actual sólo para crear otro aún más poderoso y terrorífico, el
hiper-capitalismo fusionado con un Estado de un poder descomunal, como ha hecho
en Rusia, China, Corea del Norte o Cuba. Por eso ahora es en todo lo importante
la vanguardia de la reacción y la fuerza de choque de la anti-revolución.
La meta estratégica primera en las
materias examinadas no debe ser buscar el triunfo de las propias ideas pues es
más importante batallar en pro de la libertad de expresión y la libertad de
crítica. Las convicciones personales únicamente son legítimas, y además sólo son,
por lo general, rigurosas y sólidas, cuando se formulan y se desarrollan en un
ambiente en que la posibilidad de disentir sea plena. Dicho de otro modo: lo
más importante no es la victoria de las formulaciones propias sino el triunfo de
la libertad de expresión. Pero, atención, esta decisiva noción tiene que ser
comprendida y practicada de manera muy distinta a como la enuncia la
intelectualidad actual, institucional e hiper-subvencionada, la cual la convierte
en una coartada sofística para provecho del actual régimen de ahogamiento de la
libertad de conciencia, negación en lo sustancial de la libertad de crítica,
trituración integral del sujeto, difamación regular del otro y deshumanización
universal impuesta desde arriba.
La crítica debe ser un ejercicio de
reflexión, una expresión concreta de la voluntad de verdad, un deseo de mejorar
los proyectos colectivos señalando desaciertos y errores, una manifestación de
afecto y una afirmación de las identidades y acuerdos que existen a la vez que
los desacuerdos, conforme a la dialéctica de las coincidencias y las
disidencias.
Mi posición ante la emisión de
reprensiones, reprobaciones y reconvenciones necesita asimismo ser explicada.
Nada me agrada más que concordar y alcanzar acuerdos, y me regocijo íntimamente
con las coincidencias, también si se dan junto con desacuerdos, que es lo
habitual. No estoy obsesionado con ejercer la crítica y nunca voy a la caza de
diferencias. Mi rechazo del llamado “pensamiento crítico”, ligado a la Escuela
de Francfort, se expresa de manera bastante extensa en el libro “La democracia
y el triunfo del Estado”. Creo, más que en el critiqueo, en una pedagogía de lo
positivo, según la cual se otorga apoyo al lado mejor de las personas y los
grupos con el deseo que de manera natural y a lo largo de un proceso prevalezca
sobre el componente negativo.
Dada la importancia de la cuestión
resumiré las diferencias que tengo con el atrabiliario criticismo de dicha
Escuela. En primer lugar, la primordial meta natural de la mente humana es
determinar la verdad y no ejercer la crítica, y ésta debe ser considera como un
procedimiento para exponer y afirmar la verdad. Al desligar la crítica de la
verdad, olvidando ésta y absolutizando aquélla, convierte el acto de disentir
es una contribución más a la emisión de subjetivismos, desatinos, extravíos, dislates,
falsedades y agresiones verbales (lo que antiguamente se denominó “pecados de
la palabra”), que es lo que efectivamente se observa. Cuando se examina lo
formulado por los adeptos al “pensamiento crítico” se halla que muy a menudo
sus invectivas tienen menos contenido de verdad que aquello que con tanta
ferocidad vituperan, lo que equivale a institucionalizar el reino del error y
la mentira, además de unas intolerables prácticas de zaherir, humillar,
calumniar y afrentar a nuestros iguales.
Se suele presentar el “pensamiento
crítico” como una ideología “radical” que milita contra el conformismo
dominante, al demandar por encima de todo adoptar un punto de vista discrepante
y disidente ante el poder constituido. Pero ese criticismo que ignora la perentoria
categoría de verdad, como investigación de la experiencia, reflexión sobre la
realidad y determinación de la certidumbre posible-finita en cada caso, se hace
una pantomima cuando se desentiende de las concreciones sustantivas del
quehacer de la mente humana, en primer lugar la voluntad de verdad en tanto que
repudio del error, la arbitrariedad, el autoengaño y la mentira. Si en el acto
de criticar vale todo, si no se toman precauciones para que lo así emitido sea
mejor y superior a lo criticado, ¿qué puede aportar ese criticismo al progreso
del saber, la mejora de la condición humana y la revolucionarización del orden
constituido?
El “pensamiento crítico” ha llegado
a ser una fuente tremenda de errores, caotización de las mentes,
entontecimiento a gran escala, envilecimiento del sujeto, pretexto para
estigmatizar al otro, desintegración de la vida colectiva y causa de las peores
mentiras. Además, al frivolizar el acto de disentir y repudiar llega a anularlo
de hecho, convirtiéndolo en un formalismo falsamente “antisistema”, en una
banalidad de la que nada sustancioso, respetable y revolucionario sale. De ese
modo la Escuela de Francfort ha creado un nuevo conformismo, uno de los peores,
que se cubre con la máscara de una caricatura de disidencia permanente vacía de
contenidos, verborreica y ayuna de verdad y, en consecuencia, reaccionaria de
forma superlativa.
El olvido de la central noción de
verdad lleva a tales despeñaderos y dislates. La meta no puede ser dominar al
otro con palabras sofisticas y engañadoras, ultrajantes y pendencieras, sino
servirle con la verdad.
Al no movilizar al sujeto para
averiguar y aprehender la verdad, al forzarle a contentarse con cualquier cosa,
esto es, con una pseudo-crítica que no exige esfuerzo intelectual, la Escuela
de Francfort coopera en expandir el fundamental mal de nuestro tiempo, la
destrucción de la esencia concreta humana, la subhumanización de la persona, a
la que impide usar sus facultades reflexivas, empujándola a un callejón sin
salida, el uso trivial e insustancial pero malintencionado de palabrería
supuestamente “crítica”, en realidad resignada, huera, crédula y
desmovilizadora.
Esa concepción pervertida de la
disidencia la convierte en una agresión al otro, en un procedimiento para
realizar en la práctica la hobbesiana “guerra de todos contra todos” (que es de
primerísima importancia para que el Estado y el capitalismo prosperen) por
medio del uso habitual del ultraje, la murmuración y la difamación. Los
partidos y colectivos que hacen suyo “el pensamiento crítico” viven en una
permanente reyerta interior de la que nada útil ni elevado resulta, salvo la
satisfacción de uno de los apetitos más infaustos del ser humano, el odio. La
critica sin verdad, como mero acto destructivo dirigido a vilipendiar, es una
expresión de aborrecimiento. Pero éste envilece y destruye a quienes lo admiten
en el interior de sí, mucho más a quienes lo consideran como algo positivo.
Odiar ofusca la mente y priva de la capacidad de pensar, de ese modo degrada,
debilita y condena a la derrota a quienes lo practican.
No hace falta decir que “el pensamiento
crítico” es un embellecimiento y sacralización de la cosmovisión del odio
propia de las sociedades hiper-dominadas por el Estado y el capitalismo,
realizada en el tono pedantesco e intelectualoide peculiar de la Escuela de
Francfort y adobada con la apropiada cantidad de verborrea “anticapitalista”, hoy
siempre imprescindible para vender los tósigos mentales más devastadores a
ciertos sectores que se creen muy radicales pero que son los más conformistas e
integrados, más pro-capitalistas de hecho. En realidad, lo que dicha Escuela
preconiza en nada se diferencia de lo propuesto por un reaccionario tan notorio
como Schopenhauer en el libro antedicho.
El hiper-criticismo que todo lo
descalifica, ridiculiza, niega, desautoriza, estigmatiza y destruye, todo menos
el acto de criticar en la forma de agresión perpetúa al otro, es uno de los
grandes males de nuestra sociedad. Se ha creado una mentalidad sádica que goza
haciendo daño con el lenguaje a sus iguales, que no tiene más meta que machacar
y triturar por medio de la palabra, que ignora por sistema los componentes
positivos de las personas y las cosas que le rodean, que vive en un frenesí de
rencor, nihilismo y agresividad. Ese sadismo criticón destruye la vida colectiva,
disuelve las prácticas comunitarias, hace imposible actuar conjuntamente y deja
al sujeto sólo ante los poderes constituidos, por tanto, impotente ante ellos:
tal es la meta implícita del “pensamiento crítico”, ideología urdida por la
Escuela de Francfort, un apéndice de la pérfida socialdemocracia alemana de
principios del siglo XX y, como toda ésta, un sofisticado instrumento al
servicio del capitalismo.
Que los más hipercríticos sean los
menos autocríticos les pone en evidencia.
Frente al desenfreno encarnizado,
cruel, vandálico y destructor del palabreo hiper-criticista tenemos que aplicar
la pedagogía de lo positivo, adiestrando nuestras mentes en observar y constatar,
en apreciar y valorar, lo bueno y admirable de los otros y de sus obras. Para
ser más exacto diré que se han de captar las contradicciones internas en
nuestros iguales y en sus realizaciones, advirtiendo no sólo sus errores sino
sus aciertos, no sólo sus defectos sino también sus cualidades, no sólo sus
debilidades sino también sus lados positivos, para crear sólidos vínculos de
afecto y concordia, que nos permitan avanzar unidos por el muy difícil camino
de la revolución integral a realizar y que doten a nuestras vidas de grandeza,
sabiduría, comunidad, trascendencia, calidez y sentido.
La Escuela de Francfort y todos los
aparatos institucionales de similar jaez amaestran al sujeto en la obsesión por
lo negativo, de manera que construyen seres capaces de ver lo supuestamente
nocivo en todos y en todo pero permanecen ciegos y sordos a lo positivo. Pero,
¿en todos y en todo? No, se empecinan en hallarlo en sus iguales mientras que
lo ignoran en sus superiores en la pirámide social, así son agresivos con los
primeros y serviles con los segundos. En eso se concreta la chusca noción de
“dialéctica negativa” de los pedantócratas de dicha Escuela. Por ejemplo,
cuando pasaron a colaborar con el ejército estadounidense de ocupación en
Alemania, tras la derrota del nazismo en 1945, haciéndose activos (y muy bien
remunerados) agentes del nuevo militarismo y del capitalismo germano, justamente
del mismo que lanzó a los nazis y que ahora domina Europa, no encontraban en
aquéllos nada negativo. Al mismo tiempo adiestraban a las gentes de las clases
populares a espiarse y herirse las unas a las otras, a agredirse y embarcarse
en mil disputas bizantinas cargadas de aborrecimiento mutuo, a ignorar las
obligaciones básicas de respeto al otro, de cortesía y afecto a los demás, lo
que incluye tratar los desacuerdos de manera no-antagonizante.
El “pensamiento negativo” es un modo
de dividir y enfrentar al pueblo entre sí: divide y vencerás dice el maquiavélico
adagio.
La maledicencia es cualitativamente
diferente al acto de criticar. Su contenido es difamar y calumniar, afrentar y
ultrajar, murmurar y maldecir, lo que nada tiene que ver con la libertad de
expresión. Su objetivo no es exponer la verdad sino herir y hacer daño. Pues
bien la Escuela de Francfort y con ella, un sinnúmero de intelectuales
“críticos”, preconizan convertir el ejercicio de decir en una actividad ofensiva,
agresiva y destructiva, con el sofisma de que ello contribuye a “denunciar” al
orden constituido. Pero dado que éste surge del desprecio por la verdad, del
odio universal y del uso a colosal escala de la mentira, ¿cómo puede ser “subversivo”
obrar lo mismo que él? Servir a la verdad, autocontenerse en el uso de la
palabra, renunciar a las siempre viles actividades maledicientes, mirar con
simpatía al otro, tener para él palabras y actos de afecto y cordialidad: eso
es hoy lo verdaderamente subversivo.
La destructividad, el negativismo y
el nihilismo del hiper-criticismo que ha prevalecido en Occidente en los
últimos cincuenta años han contribuido poderosamente a la formación de los
seres-nada, esas criaturas que han sido vaciadas de pensamientos, voliciones, saberes,
afectos, recuerdos, fortaleza, capacidades, fines, valores, voluntad de
revolución y amor para hacerlos una mera apariencia de seres humanos. El feroz
machaqueo criticista ha triturado a millones, al destruir su vida interior y
sus prácticas personales básicas, sin ser capaz de sustituirlas por nada, vacío
que luego ha llenado el consumo y el servilismo infinito del trabajo asalariado
y de la dependencia total del Estado, en la forma de Estado de bienestar. Tal
es la obra ultra-reaccionaria del “pensamiento crítico” y de la “dialéctica
negativa”[5].
Pensar en positivo, aportar constructivamente; rehacer, afirmar y crear; ver lo
bueno y admirable de nuestros iguales regocijándonos ilimitadamente con ello;
constituir ideas, valores, prácticas, experiencias, comunidades, esfuerzos,
olvido de sí, fines, épica, generosidad, relaciones y estrategias: tal es una
de las más importantes tareas del momento. Para ello se ha de ser críticos con
el criticismo y negativos con el negativismo.
El victimismo es la apoteosis del
pensamiento “negativo” de la Escuela de Francfort. Según esa fúnebre ideología
los seres humanos dejan de serlo para convertirse en víctimas y sólo víctimas,
siempre lloriqueando y quejándose, siempre acusando a otros de sus males,
infantilizadas, pasivas e inconscientes, incapaces de asumir sus propias
responsabilidades, esperando su “liberación” desde fuera puesto que admiten
como primer axioma que no pueden lograrla por sí. Pocos productos ideológicos
elaborados para reforzar la dictadura del par Estado-capital tienen una
capacidad tan descomunal de destruir al sujeto y deshumanizar que el
victimismo. El feminismo está cometiendo feminicidio por medio del victimismo,
y la izquierda ha logrado destruir el potencial revolucionario de los
asalariados también valiéndose en gran medida del victimismo. Finalmente, las
pretendidas víctimas, incapaces de ser por sí, sólo pueden “liberarse” por la
intervención del Estado, gran potencia redentora: ahí es donde se pone de
manifiesto la naturaleza socialdemócrata, por tanto furiosamente estatista, de
la mencionada Escuela. Así se ha ido construyendo la intolerable sociedad
actual, donde todas y todos somos patéticas criaturas propiedad del Estado.
Dejar de ser víctimas del victimismo
es de primordial importancia, sobre todo las mujeres. Sin éstas combatiendo en
primera línea es imposible ganar la batalla por la libertad de crítica, por la
libertad de expresión, por la libertad de conciencia. Sin ellas no es posible
triunfar en el propósito de construir una sociedad fundamentada en la verdad y
en ser humano entregado al esfuerzo por la verdad. Sin las mujeres no hay
revolución integral posible, por tanto su rebelión contra el victimismo y la
ideología del odio por excelencia (el feminismo, constructor del
neo-patriarcado), que progresa ante nuestros ojos, es uno de los más grandes
motivos para mirar con alguna esperanza hacia el futuro. Finalmente, sin las
mujeres, es absolutamente imposible superar la actual sociedad del odio y
edificar un orden social asentado en el afecto y el amor mutuo.
Ha pasado casi un siglo desde la
emergencia del “pensamiento crítico” y es legítimo preguntarse ¿qué ha aportado
de bueno? La respuesta es que nada o casi nada. De su entorno no ha salido
ninguna obra de pensamiento importante, sólo consignas, manipulación y
propaganda; únicamente rencillas, disputas y enfrentamientos, nada más que verborrea al servicio del poder
constituido. No podía ser de otro modo por causa de su olvido de la noción
seminal por excelencia, la de verdad. Quién más y mejor ha acogido al
“pensamiento crítico”, la izquierda radical (una vez más constatamos que ésta
es vanguardia en todo lo negativo y reaccionario), es víctima de él, como se
manifiesta en la cantidad infinita de querellas sin sustancia que padece, las
cuales la condenan a la esterilidad intelectual y a la inoperancia práctica. Al
faltar en la izquierda un idea de cordialidad, afecto y respeto de unos a los
otros, al haberse construido sobre una cosmovisión del odio y de la más
mostrenca incomprensión de lo humano, es víctima de sí misma. Al abrir
imprudentemente sus mentes a los maestros del odio, el egotismo y la
insociabilidad por excelencia,
Nietzsche, Stirner y tantos otros, está fatalmente condenada a una danza trágica
y sin fin en la que ni logra alcanzar ninguna verdad ni puede garantizar la
unidad y solidez de sus filas. Por eso su historia es la del error y la
mentira, la de la desunión y el fracaso continuado en la práctica. No podía ser
de otro modo[6].
Dije antes que disfruto mucho más
con los acuerdos que con las diferencias, y que considero muy deseable que se
dé siempre un ambiente de confianza, afecto mutuo, voluntad de comprenderse y
hermandad. Pero eso es sólo una parte de lo real. En ocasiones la crítica se
hace necesaria, e incluso se convierte en un deber, bien sea tomando la
iniciativa o respondiendo a las recibidas. La cordialidad es finita, como todo
lo humano y existe junto con su opuesto, de manera que hay que combinar
afectuosidad y discrepancia según las circunstancias concretas. En bastantes
casos es dable la crítica constructiva pero en unos pocos se impone la de
naturaleza simplemente correcta, cuando los desacuerdos son antagónicos, en el
caso de hacer frente a ideas o prácticas que dañen de manera muy grave
componentes sustanciales del bien.
Quiero dejar constancia que ardo en
deseos por encontrar personas a las que admirar, proyectos colectivos a los que
aplaudir hasta dolerme las manos y libros a los que otorgar mi apoyo más
entusiasta. Deseo apasionarme con el bien que contemplo en los otros,
sintiéndome sólo una parte de un gran torrente que ha de crear libertad,
verdad, generosidad, convivencia y belleza. Lamento que haya personas que miden
y pesan a sus iguales con una reserva y desconfianza que hiela el corazón,
tratándolos como adversarios si no como enemigos. Quiero gritar de emoción ante
la excelencia ajena, con lo que observo en los otros de bueno, sublime y
positivo, y deseo hacerlo sin perder la objetividad. Vivir desde el entusiasmo,
desde la confianza, desde la hermandad, desde la fórmula de todos unidos
persiguiendo el bien general con preterición radical del interés particular,
siempre limitado y mezquino, es el gran ideal que está destinado a mover el
petrificado y tiránico orden constituido.
A menudo practico “el arte de
callar”[7],
o dicho de otro modo, me autocensuro de buena gana y de manera consciente, por
afecto al otro y a los otros, o por cálculo estratégico o táctico, pero en
otras ocasiones no salir con energía al paso de errores y formulaciones
desacertadas, que están arruinando las vidas de todas y todos nosotros, sería
una cobardía y un tremendo error. Por tanto la fraternidad en actos y la
crítica, que puede ser severa, son los dos polos de una contradicción, al darse
unidos y al mismo tiempo en oposición. Dicho de una forma popular, “lo cortés
no quita lo valiente”, aforismo que nos sitúa en el corazón mismo de la
complejidad infinita de lo humano, al desautorizar las dos formas posibles de
simplismo en esta cuestión, el unitarismo sin crítica y el critiqueo sin verdad
y sin afectos.
Este asunto es otro más que niega la
razón a quienes mantienen una concepción ingenuamente optimista sobre la
condición y el destino humano. Si verdad y convivencia no pueden darse a la par
con ausencia de un nivel mayor de conflicto mutuo, la conclusión a extraer es
que los problemas fundamentales del ser humano no admiten una solución completa
y definitiva, y que en el futuro no nos aguarda una edad de armonía, dicha y
satisfacciones puras, al estar éstas mezcladas necesariamente con grados
mayores o menores de tensión y conflicto que requieren atención y dedicación.
En consecuencia, es necesario refutar y repudiar el pensamiento utópico, esa infantil
manera de concebir el presente y el futuro, de la cual provienen algunas de las
peores formas de mal y conformismo. Nunca habrá una reconciliación universal
entre los diversos polos de las numerosas contradicciones que condicionan y
determinan al ser humano, nunca. Siempre viviremos en la confusión, el
conflicto y el desequilibrio y por tanto solamente una cosmovisión del esfuerzo
sin fin puede aportar soluciones, aunque finitas, temporales e incompletas, a
los grandes problemas de nuestra condición. Lo otro es caer en el más fúnebre
de los autoengaños. Es traficar con narcóticos espirituales.
Los buscadores de paraísos son los
constructores de los peores infiernos, para los otros y para sí mismos. Quienes
van tras el placer suelen darse de bruces con las peores formas de sufrimiento.
Aquellos que corren en pos de la felicidad a menudo terminan conociendo las
manifestaciones más lóbregas de infelicidad.
La noción de una futura sociedad razonablemente
libre es la de un orden plural y diverso, en la que tenga cabida la totalidad
de la experiencia humana a partir del principio rector de la libertad para
todas y todos, lo que deja fuera de dicho orden exclusivamente a los enemigos
de la libertad. En consecuencia en aquélla la crítica ha de ser libre aunque más como deber que como
derecho, como responsabilidad que como busca de más poder, como áspero y severo
ejercicio en pos de la verdad que como frivolidad, sadismo y sofistería.
Quienes ahora se oponen a la libertad de crítica y de expresión, aquellos que
desean por encima de todo el triunfo de sus formulaciones y no la de la
libertad, igual para todas y todos, de exponer lo que se quiere sea conocido con
responsabilidad auto-asumida manifiestan estar dominados por una mentalidad
totalitaria que sólo puede desembocar en un régimen de tiranía política en la
que ellos sean los jerarcas máximos.
La libertad de crítica lo que debe realizar,
a fin de cuentas, es el gran bien de la verdad.
El sujeto medio de la modernidad,
habituado por las instituciones y por la ideología izquierdista pro-capitalista
a considerar como única finalidad el beneficio económico, el dinero, el consumo
y el bienestar, no está en condiciones de valorar lo que la verdad significa.
No puede comprender, sin un gran esfuerzo, que dentro de cada persona existe una
necesidad de verdad, y que ésta es
la principal de las necesidades humanas en tanto que humanas. Sin satisfacerla
el individuo se degrada a ente zoológico, a mera extensión del tubo digestivo.
Por tanto las metas que aquello nos demanda son vivir en la verdad, hacerse sujetos
aptos para la verdad, construir un orden político y económico estructuralmente
apropiado para la verdad, combatir de por vida el error y la mentira,
preservarnos del autoengaño y estar dispuestos a arrostrar todos los
sacrificios y persecuciones en beneficio de la verdad. Se trata, en definitiva,
de amar la verdad, expresión que unifica los valores sustantivos de lo humano,
amor y verdad, junto con la libertad.
Dado que vivimos en una sociedad
espantosamente erigida sobre la mentira, pues ésta, incluso por encima de la
represión, es el instrumento de que se vale el par Estado-capital para
mantenerse y expandirse, el esfuerzo por la verdad, como militancia interior y
exterior, privada y pública, persona y colectiva, se hace el componente
decisivo necesario para la maduración de la revolución integral que ha de
establecer un orden apto para la verdad, sobre la base de la libertad de
conciencia y la libertad de crítica, con autonomía del yo y responsabilidad,
con derechos básicos pero, sobre todo, con deberes auto-impuestos.
Quienes se desentienden de la
cuestión decisiva de la verdad es porque dan de lado la tarea cardinal de la
revolución integral.
Ahora nuestra sociedad es un
desierto cultural, y la causa principal es el adoctrinamiento y amaestramiento
de masas que padecemos, la furia con que las instituciones estatales y
empresariales conculcan la libertad de conciencia y anulan la libertad de
crítica. Para que haya un renacimiento de la cultura y los saberes hay que
librar una lucha fortísima por la libertad, a fin de que la creatividad de
todas y todos, hoy proscrita, arrinconada, desnaturalizada, prohibida y
destruida, pueda expresarse sin limitaciones.
Hoy la propaganda es todo y el todo.
Pues bien, tenemos que rechazar con rotundidad la noción y la práctica de la
propaganda, movilizándonos por una sociedad sin propaganda ni publicidad de
ninguna especie, en la que prevalezca la libertad de expresión sin centros
privilegiados de emisión, sin multitudes mudas, sin comunicadores verbosos y
omnipresentes, sin intelectuales-funcionarios hiper-subvencionados, sin
profesores encargados, desde su obvia ignorancia y paladina parcialidad, de
decir al pueblo qué es “La Verdad” en todos los asuntos, sin artistas
extravagantes dedicados a la más sórdida acumulación de capital mientras dicen
practicar todas las formas de “provocación” y “subversión”, sin gurús
redentores, sin un Estado que, en su omnipotencia actual, es capaz de moldear al
cien por cien la vida interior de las personas según sus necesidades estratégicas.
Por medio de la revolución integral
haremos una sociedad en que la crítica sea libre, y en que el esfuerzo por la
verdad se aúne con el esfuerzo por la convivencia, con el afecto y cariño de
unos a otros. Una sociedad que plasme la libertad de conciencia, la realice y
la haga posible. Crearla será algo grandioso y sublime, un salto adelante
colosal en la historia de la humanidad.
En consecuencia, unámonos
cordialmente a pesar de las diferencias que nos separen, habituémonos a
tratarlas con afabilidad, renunciemos a sentirnos molestos u ofendidos por las
críticas que nos dirijan, realicémoslas con tacto y cariño, practiquemos el saludable
arte de captar lo positivo en el otro y avancemos salvaguardando la verdad y el
saber cierto tanto como la unidad y la concordia. Seamos severos con nosotros
mismos y comprensivos con los demás, usando indistintamente las crítica a los
otros y la crítica de sí mismos. A la vez, tengamos lucidez, fortaleza interior
y valentía para defender y difundir las propias creencias, incluso cuando nadie
las otorgue apoyo, permaneciendo en minoría el tiempo que sea necesario. Y
atrevámonos a disentir y discrepar, en lo pequeño, grande y mediano, por una
hora, un día, un mes, un año o toda la vida, a pesar de la incomprensión, la
incomunicación, las injurias, las amenazas y las agresiones. Que nada ni nadie
pueda doblegarnos.
Decisivas son las nociones de
realidad, experiencia y verdad. Las dos primeras nos proporcionan la tercera,
ellas y sólo ellas, no los sistemas teóricos, no los dogmatismos varios, no los
libros sagrados, no los axiomas y primeras “verdades” fundantes ajenas a la
experiencia, no las narraciones para niños que prometen constituir una orden social
de maravillas y prodigios a precio de saldo, como si se adquiriese en unas
rebajas[8].
Dicho de otro modo, son la realidad y la experiencia las únicas que pueden suministrar
la única verdad posible, finita, incompleta e imperfecta pero verdad a fin de
cuentas. Finalmente, una certidumbre experiencial es que debemos apreciar la
compañía de los otros, que la soledad no es buena ni sana y que la crítica debe
plasmar la verdad sin atentar contra la hermandad.
Se ha de considerar, además, que sin
verdad no hay revolución que ponga fin a la actual dictadura de la publicidad,
las consignas y la propaganda, esto es, de la mentira. Pero sin revolución no
puede existir una sociedad que viva por la verdad y un sujeto que viva para la
verdad. Al mismo tiempo, necesitamos un gran cambio cualitativo para crear un
orden social de la convivencia y la relación, de la reconciliación entre los
seres humanos, del afecto, la ayuda mutua y la fusión interpersonal.
Una reflexión final es que sin
superar la descomunal atomización individualista y el solipsismo psíquico en
curso, particularmente grave entre quienes se adscriben a credos políticos
“radicales”, sin aprender a convivir y a estar colectivamente, nada trascendental
puede hacerse en la hora presente. Los proyectos colectivos de todo tipo
encuentra en la convivencia el que, por lo general, es su mayor problema, su
más grave dificultad, de manera que la amplia mayoría de ellos, en sí mismos
magníficos, mueren por causa de conflictos relacionales. Esto está demostrado
en las experiencias de la nueva ruralidad, pero también en numerosos intentos
de dar vida a cooperativas, grupos culturales, centros sociales y otros de
similar naturaleza. Aprender a hacer y recibir como es debido desacuerdos y
críticas, habituarse a tratar con corrección y afecto las diferencias que
naturalmente aparecen en relación con las dificultades que van surgiendo, acostumbrarse
a cultivar dentro de sí una imagen de los otros en que sus lados positivos y
aciertos predominen, es de primera importancia. Eso no puede lograrse desde
unas simples “técnicas de resolución de conflictos”, por más que éstas puedan
aportar algo positivo. Lo que se necesita es una concepción integral de la
convivencia y la relación, de la cual una parte sustantiva ha de ser lo
referente a la crítica.
Yendo más allá hay que hacer
observar que el capitalismo, en esencia, es una forma radical de individualismo,
y que su superación real y no meramente verbal como preconiza el fútil e
hipócrita “anticapitalismo” en curso, sólo puede consistir en formas variadas
de colectivismo y comunalismo. Quienes dicen estar contra “el Capital” pero al
mismo tiempo no manifiestan interés en superar el individualismo burgués, se
engañan y engañan. No hay otro anticapitalismo sin comillas que el que se
fundamenta en la regeneración radical de la convivencia y la relación, en el
afecto y en la ayuda mutua, en saber criticar y en saber aceptar las críticas.
Si dicho anticapitalismo se ha de realizar por y para las personas realmente
existentes, y no desde fantasmagóricos mecanismos impersonales operando
“objetivamente” dentro del capital, concebido como una abstracción risible, y
dentro de la historia, concebida asimismo como otra abstracción libresca y
extraviada, es imprescindible que las personas aprendan a convivir, a
constituirse en “nosotros”, a quererse y apreciarse con pasión y furia, a renunciar
al egotismo y a dejar en el lugar que le corresponde al interés particular. No
hay otra vía.
Por desgracia, el análisis del
capitalismo hoy más utilizado, que proviene de Marx y sus discípulos, está
equivocado en casi todas las cuestiones sustantivas, y una de ellas es negar la
decisiva importancia de lo relacional, de lo humano real concreto, en su
superación. Aquél ideólogo lo concibe como un mecanismo impersonal, de ahí que
la mejora radical de la persona no forme parte de su programa. Esa concepción falsa,
aberrante y reaccionaria, que es la que interesa al capitalismo para reforzar
su presencia y capacidad de acción hasta el máximo, ha fracasado con rotundidad
en todas las ocasiones que ha sido aplicada pero aún así sigue siendo
dominante, lo cual manifiesta hasta qué punto las mentes de la modernidad son
inhábiles para aprender de lo real y están cegadas por los dogmatismos, en qué
medida la inteligencia, que es creación de lo nuevo y no estólida repetición de
dogmas, se ha extinguido casi del todo.
Aprender a resolver las diferencias
y a manejar la herramienta de la crítica, aprender a convivir, aprender a estar
juntos, en suma, aprender a vivir como seres humanos, esto es, con afecto de
unos a otros, es uno de los grandes retos de nuestro tiempo. Su resolución
razonablemente acertada es fundamental, primero porque es un bien en sí, y segundo
porque es imprescindible (atención, digo imprescindible) para el triunfo de la
revolución integral necesaria si se desea superar esta hora aciaga y
espeluznante de la historia de la humanidad.
Diciembre 2011
[1]
Se trata de “Los Deberes”, del patricio romano, y de “Estudio para una
declaración de los Deberes hacia el ser humano”, de Simone. Ésta preparó tal
documento para contrarrestar la mil veces funesta, al inculcar a las gentes una
mentalidad de esclavos del Estado y al triturarlas como personas, declaración
de 1789, la obra señera de la revolución francesa, de título “Declaración de
los derechos del hombre y el ciudadano”, que ha inspirado, entre otras muchas, la
saga de las Constituciones españolas, desde la de 1812, documento político-jurídico
que chorrea sangre, hasta la actualmente vigente, de 1978, no menos tiránica y
deshumanizadora. Construirse como sujeto de deberes es el camino que ha de
seguir quien desee revolucionarizar al mismo tiempo su vida interior,
espiritual, y el orden vigente en la sociedad. Simone Weil es una de las más
grandes y poderosas mentes pensantes del siglo XX precisamente porque, en tanto
que mujer fuerte, heroica y magnífica que fue, se rigió por las nociones de
deber y esfuerzo desinteresado. Su existencia incorporó diversos elementos de
enorme importancia, que conviene enumerar. Se unió al movimiento de la clase
obrera, fabril y rural, trabajando años en fábricas y granjas, en condiciones a
menudo durísimas, luchando sin tregua contra la explotación y la opresión.
Practicó un ascetismo consciente e integral que la dotó de una fuerza volitiva
colosal, ampliando así su libertad personal hasta cotas muy altas. Se mantuvo
rigorosamente apartada del feminismo, consciente que éste es una ideología urdida
por el poder para sobredominar y destruir a las mujeres, como mujeres y como
seres humanos. Se aproximó al cristianismo auténtico, captando con sutilidad su
potencial renovador y revolucionario, sin dejarse impresionar por el
anticlericalismo burgués, tan potente en Francia en su tiempo, lo que le otorgó
una penetración analítica enorme. Finalmente, vivió la relación con los otros
como un acto continuado de amor, con renuncia al propio ego. Estas cinco
especificidades nos dan la clave del personaje. Lo expuesto no es óbice para
señalar en sus escritos y en sus actos errores de importancia, si bien son secundarios
respecto a los componentes positivos. Simone Weil es, por tanto, un ejemplo
para las generaciones actuales, para las mujeres sin duda pero también y en la
misma medida para los varones.
[2]
La magnífica moral convivencial del cristianismo revolucionario tiene
enseñanzas muy buenas, si son bien entendidas, respecto a los asuntos ahora
considerados. Por ejemplo, cuando leemos en el Evangelio según San Mateo (5,
39-40) que “no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla
derecha preséntale también la izquierda” tenemos que comprender toda la enorme y
ancestral sabiduría que esta exhortación contiene. Para eso hay que considerar
que los Evangelios, escritos inicialmente en el siglo I por el movimiento
cristiano organizado en colectividades que practicaban la comunidad de bienes,
se autogobernaban en asambleas, repudiaban el aparato estatal de Roma, iban
habitualmente armados para defenderse y practicaban la ayuda mutua, fueron
reescritos (falseados, si bien no totalmente) en el siglo IV por la Iglesia,
recién constituida a la sombra del Estado romano y a su servicio. La novedad de
esta cosmovisión está en fomentar unas prácticas, como la de poner la otra mejilla
a las y los iguales, que minimizasen el conflicto interior para poder resistir
y combatir con más efectividad al enemigo exterior, Roma y su Estado
hipertrófico. Este asunto es explicado con rigor por G. Puente Ojea, que se
dice marxista y ateo, en “Ideología e historia. La formación del cristianismo
como fenómeno ideológico”, señalando que tal recomendación es una parte de la
“ética sodalicia” del primer cristianismo, el único auténtico. Dicha ética,
añade, es “de guerra hacia afuera y de amor hacia adentro”. En realidad, es una
simple aplicación del sentido común, pues la comunidad de los iguales se
robustece y compacta al máximo con tal concepción, lo que permite resistir con
la mayor fuerza posible al Estado opresor. Todo ello ha sido ampliamente
falseado por los ideólogos de la modernidad, en buena medida porque en su
elementalidad y torpeza no logran comprender lo realmente complejo, y esto lo
es. Sostienen, primero, que poner la otra mejilla aparece en el cristianismo como
una exigencia universal aplicable también ante los tiranos y, a continuación,
pasan a mofarse y a desacreditar tal interpretación, que proviene de su
ignorancia, abismal por lo general. Nadie ha llevado tan lejos esa estulta argumentación
que Nietzsche, el ideólogo del nazi-fascismo, siendo tomado de él por muchos y
muchas. Por tanto, si es muy bueno, y sin duda lo es, poner la otra mejilla a
los iguales, ¿cómo no va a serlo someterse a su crítica? No responder a las
ofensas contribuye a convertir a la comunidad de los pares en una sociedad
fundada en la concordia y el amor, lo que también fue decisivo para el gran
éxito alcanzado por el cristianismo en los siglos I-III, a pesar de las
terribles persecuciones que padeció, pues al ser la sociedad romana un orden
cimentado en el odio universal de todos hacia todos, como sucede en el
presente, fueron multitud las y los que se aproximaron a las primeras
comunidades cristianas buscando esa cosmovisión, realmente revolucionaria,
sobre todo mujeres, esclavos y miembros de las clases trabajadoras de la época.
Por eso en el Evangelio según San Juan (15, 17) Cristo dice taxativamente, “lo
que os mando es que os améis los unos a los otros”, y en la Primera Epístola de
San Juan se reafirma esta noción de la manera más enérgica (4, 16), “Dios es
Amor y quien permanece en el Amor permanece en Dios y Dios en él”, concepción
que repite en varias ocasiones, la cual es el meollo mismo de la cosmovisión
convivencial cristiana. Para quienes son incapaces de reflexionar con
objetividad en estos asuntos añadiré que San Juan es tenido, al mismo tiempo,
por el autor del Apocalipsis, el texto más belicoso del Nuevo Testamento, todo
él un alegato contra el Estado romano, al que se desea destruir. Este autor
practicó, por tanto, la concepción sodalicia con aprovechamiento.
[3]
Esta concepción del ser humano, de naturaleza altamente revolucionaria, se
expone en “Comentarios al Apocalipsis de San Juan”, terminado de escribir en el
año 776 por el monje cántabro, que incorporó a su obra diversos escritos, en
particular los de Ticonio, cristiano insurgente contra Roma en el norte de
África. El cristianismo primero, continuado luego por el monacato radical,
hasta el siglo XI, del cual Beato es un representante conspicuo, ha aportado al
acerbo de saberes de la humanidad sobre todos tres cuestiones de enorme
significación. Una es la centralidad de la convivencia y la relación, al ser
una cosmovisión convivencial, con el amor como idea organizadora. Otra es la
importancia del individuo, que tiene que autoconstruirse como sujeto de valía y
calidad para poder servir mejor al otro y a la comunidad de los iguales. Una
tercera es la reflexión sobre que sin poner fin al poder del Estado y a la
propiedad privada ni se puede crear una sociedad de la convivencia y el afecto
ni hay posibilidad de que el sujeto tenga calidad. En esos asuntos la
cosmovisión cristiana está muy por delante de las ideologías obreristas
decimonónicas, que dijeron ser hostiles al capitalismo pero que al padecer unas
taras iniciales decisivas (deshumanización, mecanicismo, olvido del sujeto,
fijación maniática en lo económico, dogmatismo metodológico, rechazo de la
libertad de crítica, conservadurismo mental extremado, cosmovisión del odio, etc.)
han ido de fracaso en fracaso, al ser derrotadas ( aquí en la guerra de
1936-39) o, peor aún, al construir regímenes monstruosos (Unión Soviética,
China, Camboya, Rumanía, Vietnam, Albania, Corea del Norte, Cuba y otros) en
caso de vencer. La cosmovisión cristiana, entendida de manera genuina y no
según la inaceptable versión que ofrecen las Iglesias, es imprescindible para,
combinada con otras varias en una gran e innovadora síntesis holística, hacer
frente con éxito a los colosales retos del siglo XXI. Cristianos auténticos,
ateos, agnósticos, deistas y también personas de otras religiones pueden, y
deben, hacer suyas tales aportaciones, para servirse de ellas en la histórica
tarea de edificar juntos, codo con codo, una sociedad nueva y un nuevo ser
humano.
[4]
Dejo para un majadero como Schopenhauer la fúnebre ilusión de estar permanentemente
en la verdad, según expone en su libro “El arte de tener siempre razón”. En
realidad lo que propone es un tedioso ejercicio de sofistería continuada,
concretada en 38 estratagemas para quedar por encima de los demás en las
controversias y torneos verbales, con el fin de acrecentar el propio dominio.
En el libro la noción de verdad ni está ni se la valora, pues su meta es la
pugna por más poder personal a través de un uso pragmático y amoral de la
palabra. Nótese la incoherencia de su autor, que enseña a los demás a
argumentar por apetito de poder, lo que va en detrimento de la propia capacidad
para manipular, manejar y mandar. El olvido de la categoría de verdad es el
rasgo sustantivo de las fuerzas reaccionarias, faltas de ética y deshumanizadoras
de la modernidad, se llamen como se llamen y prometan lo que prometan.
[5]
Una buena exposición, aunque bastante insuficiente e incompleta, de la
trayectoria política de los inventores del “pensamiento crítico” se encuentra
en “La extraña muerte del marxismo. La izquierda europea ante el nuevo
milenio”, P. E. Gottfried. Comienza señalando que la Escuela de Francfort estuvo
al servicio del gobierno de EEUU, que la financió a partir de 1945. Advierte
que su idea central es lograr la “modificación de la conducta políticamente
impuesta” y califica a Th. W. Adorno, acaso el más cualificado integrante de
esa Escuela, de “la voz estentórea de los vencedores americanos” en Alemania,
dedicado a la persecución de los “delitos de opinión”, vale decir a “combatir”
el fascismo por métodos fascistas. Estos pedantócratas llevaron adelante una
aterradora campaña de culpabilización del pueblo alemán, al que en bloque
tildaban de nazi velando que era el gran capital y el ente estatal germano, que
les financiaban junto con los EEUU, los que habían creado y lanzado el nazismo,
no las clases populares. A través de la culpabilización hiper-crítica de la
gente modesta, lograda centrándose en lo negativo de dicho pueblo e ignorando
todo lo positivo, realizaron la aculturación de las masas, la creación de
fortísimos sentimientos de culpa que llevaron a las gentes al caos mental y al
colapso emocional, lo que proporcionó al imperialismo americano y a su aliado
el gran capital teutón una inmensa masa dócil, pasiva, rebosante de autoodio y
desmoralizada, con la que pudieron operar a su antojo. Esta inmunda operación
de ingeniería social a gran escala se ha realizado en todos los países
europeos, en unos más y en otros menos, con la intención de lograr multitudes
angustiadas sumisas, incapaces de pensar y obrar por sí mismas debido a la colosal
carga de críticas que se les hizo absorber por medio de la maquinaria de propaganda
institucional, estatal y empresarial. Gottfried cita como ejemplo de ataque
despiadado a los pueblos europeos la aserción de la multi-premiada ideócrata
Susan Sontang sobre que Occidente, sin hacer distinciones en él entre elites y
clases populares, “es el cáncer de la humanidad”, las constantes campañas
tildando a las y los europeos de las clases populares de “racistas”,
“islamófobos”, “imperialistas” y otros infames hallazgos del lenguaje
ultra-crítico, destinados a romper psíquicamente a las gentes para ponerlas
definitivamente de rodillas ante el gran capital y los diversos Estados.
Enfatiza que toda la izquierda ha participado y participa en tales aquelarres.
[6]
Recordemos el cuento de los dos baturros, padre e hijo, que iban a Zaragoza con
un asno. Salieron los dos a pie llevando al pollino del ronzal. Al atravesar la
primera población que encontraron un sujeto dijo “¡Qué idiotas!, llevan un
borrico y van los dos andando”. El padre le pidió al hijo que subiera sobre la
bestia. Cuando atravesaban el segundo lugar, otro extremista verbal exclamó
“¡Qué hijo tan desconsiderado! Va subido mientras su padre hace el camino
andando”. Cambiaron de lugar, el hijo marchando y el padre sobre el burro. En
el tercer pueblo uno les espetó, “¡Vean, un padre bien egoísta! Va en la
caballería y su hijo a pie”. Decidieron pues subir los dos en el asno, y al
llegar a la cuarta aldea recibieron el escopetazo crítico de rigor, “¡Qué
crueles! Los dos sobre el pollino, lo terminarán matando”. La sana sabiduría
popular desautoriza con esta historia a quienes viven para acosar y destruir
con la palabra, de tal modo que todo les parece mal. Ante tal mentalidad sólo
queda encogerse de hombre y seguir adelante, sin prestar atención a quienes
disfrutan agrediendo y descalificando a sus iguales.
[7]
Tomo la expresión del librito del abate Dinouart “El arte de callar”, publicado
en 1771, cuya lectura recomiendo, dado que vivimos en una edad en que la
incontinencia y la verborrea sin contenidos lo dominan todo, haciendo imposible
el avance del conocimiento, dañando la necesaria serenidad de espíritu y
perjudicando en mucho las buenas relaciones entre los seres humanos. Por tanto,
aprender a guardar silencio y no decir, o decir por medio del silencio, es
necesario.
[8]
Entre los sectores
comprometidos social y políticamente una de las formas de mentira más común es
el autoengaño. Su soporte es el deseo, propio de ese producto mental torpe y
embrutecedor que son las utopías, de lograr una sociedad de la felicidad total
por procedimientos fáciles e indoloros, sin esfuerzo, sin autotransformación
personal, sin dedicación ni entrega, sin compromiso ni asunción de deberes, sin
revolución integral. La hiper-destructiva mentalidad hedonista de la izquierda,
que es una copia de la de la burguesía, desea gozar y nada más que gozar, de
manera que se niega a considerar la realidad tal cual es. En nombre del principio
del placer estatuye en sus mentes las formas más risibles de autoengaño y
mentira, que hacen de casi todos los integrantes de aquélla sujetos inmaduros,
niñas y niños en cuerpos de adultos. Una teoría “redentora” que es una
automentira muy bien urdida, hasta el punto de reducirse a poco más que a una
pueril demanda de milagros sociales, es la del decrecimiento. Así lo expongo en
“¿Revolución integral o decrecimiento? Controversia con Serge Latouche”. Estos
sectores, que están entre los mayores consumidores de embustes destinados al
auto-consuelo psíquico de las sociedades de la modernidad, necesitan con
urgencia una enérgica operación de desinfantilización, aunque dada su grave inmadurez
e insustancialidad personal y colectiva, es poco probable que lo hagan alguna
vez. La necesidad de decir no y ya basta a los narcóticos espirituales es cada
vez mayor y más perentoria.
Magnífico artículo, me ha servido de mucho, gracias
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