
Este libro, de un historiador no profesional que se presenta a sí mismo
como “juez por oposición”[1],
contribuye a ir estableciendo una interpretación objetiva de nuestro medioevo,
cuya historia es hoy escandalosamente falsificada. Que sea de hace 114 años permite
a esta obra ser ajena a la actual tendencia a deformar dicho pasado conforme a
la estrategia institucional de la “Islampolitik”.
Extrae los datos de,
principalmente, el archivo de la ciudad y, fiel a su vocación fáctica, se niega
a admitir lo que no quede avalado por el correspondiente documento o
documentos. Por ejemplo, rechaza que el rey que presidió la liberación de Sevilla
en 1248, Fernando III, estableciese un regimiento o concejo cerrado de 36
regidores designados por él para el gobierno de la ciudad. Resiste tal aserto
porque no aparece en los fondos documentales, afirmando con rotundidad que la
forma de gobierno estatuida entonces fue el concejo abierto, la asamblea -en la
forma de red de asambleas soberanas- de los vecinos.
Dentro de la truhana maniobra
en curso para manipular nuestra historia medieval la ocultación de las formas
asamblearias de autogobierno es una de las tretas más utilizadas. Tenorio no incurre
en esa actuación maliciosa, políticamente motivada, por lo que se sirve un buen
número de veces del vocablo “asamblea”.
Así, utiliza la fórmula “Asamblea popular
o Concejo”, para definir el régimen de autogobierno revolucionario
constituido en Sevilla en 1248 tras la derrota y derrocamiento de la dictadura
de las elites islámicas.
Expone y enfatiza del modo que sigue la cuestión, “Concejo, es decir, la asamblea popular”
en la que la asistencia posee “voz y
voto”. Añade que “todos los vecinos
se reúnen y legislan” en ella, “nombran
sus jueces” y “confieren poder a los
representantes (sic) que han de llevar el voto de la ciudad en las cortes”,
expresión esta última desacertada pues quienes iban a las cortes no eran
representantes sino portavoces obligados por la fórmula jurídica del mandato
imperativo, propia de todo sistema democrático y cuya inexistencia, por no
hablar de su prohibición, manifiesta la naturaleza despótica y dictatorial del
régimen político que así opere[2].
También alega que es la asamblea de vecinos la que designa los oficios
municipales, alcaldes, alguaciles, etc., con mandato anual.
El gobierno por asambleas tiene para él su origen “a mediados del siglo IX”, lo que fecha
el momento de una inmensa revolución política, económica, social, convivencial,
moral y civilizacional, precisamente la que va a derrotar al imperialismo
musulmán en la península Ibérica. Ciertamente, es imposible señalar con mayor
precisión, por la debilidad y escasez de las fuentes, el momento en que llega a
dominar el régimen asambleario municipal entre los pueblos libres del norte, pero
Tenorio no va descaminado al datarlo en torno al año 850 -en la forma que adopta
en el mundo medieval- aunque quizá habría que rebajar en algo esa fecha…
Se hace la pregunta
sobre quiénes acuden a las asambleas de autogobierno, asunto que no queda explicitado,
según parece, en la documentación de los archivos sevillanos. Examina dos
posibilidades, una la que describe como la asistencia a las juntas concejiles
de “todos los habitantes de la villa o
ciudad, hombres, mujeres y niños”, mientras que otra, tomada de cierto
autor de escasa solvencia, afirma que sólo los varones mayores de 14 años. Esto
último manifiesta ser una suposición a posteriori también porque en los siglos
medievales las personas no solían saber a ciencia cierta qué años tenían, al no
existir registros de nacimiento. La fórmula de “hombres, mujeres y niños” es la utilizada en documentos antiguos,
del siglo X, y la que expresa la condición del vecindario que se organiza
políticamente en la asamblea concejil[3].
El mundo medieval
revolucionario no marginaba a los niños, que compartían la vida de sus familias
y vecinos, estando presentes en todos los grandes acontecimientos (cada
asamblea concejil lo era) y aprendiendo en ellos a ser adultos de virtud y
valía. Menos aún marginaba a las mujeres, parte primordial por derecho propio
del orden asambleario medieval, con voz y voto en igualdad con los varones, lo
que se explicita en bastantes diplomas de la época, aunque al parecer no se describe
en ninguno del archivo sevillano. Precisamente la función de la mujer en la
sociedad era uno de los puntos fundamentales en litigio entre el sistema político
asambleario de los pueblos del norte y el hiper-patriarcado del orden político andalusí.
Al concejo, con soberanía
individual y sentido de la responsabilidad, con libertad de palabra, deliberación,
objeción, designación, revocación y voto, siendo electores y elegibles, asistían
todos los adultos de cada municipio, sin diferenciación por sexo. Éstos no eran
exactamente los mayores de 14 años, afirmación ridícula, sino quienes participaban
plenamente, en más o en menos según sus capacidades, en las actividades
productivas, lo que les hacía merecedores de ser tenidos por sujetos con plenos
derechos políticos, activos y pasivos, para los oficios concejiles añales.
Adjunta un comentario cardinal
para comprender cómo era realmente el orden concejil en un aspecto básico, la
relación entre la institución de la corona (que era su lado negativo) y la
asamblea/asambleas de vecinos (su componente central positivo), por sí misma potestativa,
gubernativa, legislativa y ejecutiva, de dirección de la vida económica y también
militar, coercitiva y judicial. Informa que el rey tenía sus oficiales en la ciudad
recién liberada, y se refiere a que la mesnada real que en ella quedó estaba
formada por unos 200 hombres, o caballeros, añadiendo que todo eso “no merma en nada las libertades de la
ciudad”.
Tenorio se centra sobre
todo en la elección y designación de los cargos del concejo, esto es, de las
autoridades concejiles con funciones anuales, a lo que destina muchas páginas pero
descuida aspectos básicos. Apenas cita el fundamento último de la soberanía
popular municipal, el pueblo en armas, las milicias populares, concejiles o
municipales, sin las cuales ni Sevilla hubiera sido liberada de la dictadura
islámica ni el autogobierno popular por asambleas podría haberse mantenido
posteriormente[4].
El fundamento de la libertad política es la fuerza coercitiva popular, verdad
tan ardua de exponer como imposible de negar. Es majadero pensar que los 200
caballeros del rey que quedaron en Sevilla podían ser el cimiento de la
soberanía del pueblo trabajador, primero por su exiguo número en una urbe
populosa (se cree que tenía unos 24.000 habitantes, la ciudad más grande de
Occidente) y segundo porque eran “los hombres del rey” y no del concejo,
deseosos en su fuero interno de reducir e incluso extinguir el poder de éste,
lo que lograrían en el siglo XIV.
¿Cómo era el orden
político sevillano antes de 1248? Desde
su gran derrota en la batalla de Las Navas de Tolosa en 1212 el imperio
almohade estaba en descomposición, mucho más tras la liberación de Córdoba en
1236 y de Jaén en 1246. La autoridad política la ejercía el patriciado musulmán
de Sevilla, una aristocracia militar-clerical terrateniente, brutal y
violentísima en su proceder, que era quien tomaba todas las decisiones y se las
imponía represivamente a la población, a la que explotaba sin piedad. A la
sazón, estaba enfrentado con casi todos los poderes islámicos de la península y
África, habiendo depuesto y asesinado a su anterior caudillo en 1246, Umar Ibn
Djadd, un hombre más realista y moderado, quedando el poder de la ciudad en
manos de una junta de matones e indeseables, repudiados por todos. Durante el
asedio dicho poder faccioso no recibió ninguna ayuda exterior de importancia,
lo que contrasta con la notoria asistencia militar que el reino musulmán de
Granada otorgó a las mesnadas reales castellanas, un dato más que refuta la extendida
y muy errada idea de que la lucha en curso era principalmente un choque
religioso.
Tampoco dedica Tenorio la
atención deseada al comunal, a la gran masa de bienes concejiles no sólo agropecuarios
y silvícolas sino también artesanales y mecanizados (máquinas de agua sobre
todo), que el concejo rige y en los que queda fundamentada la economía de la
ciudad tras 1248. Sabemos que en Sevilla se había producido, bajo la dictadura
islámica, una acumulación pasmosa de la propiedad de la tierra en una
todopoderosa clase terrateniente, así como en el opulento clero musulmán. Tales
inmensos latifundios, con los medios de producción en ellos contenidos, son
divididos en dos grandes porciones, una muy mayoritaria que queda bajo
administración plena de las asambleas vecinales, que fueron la urdimbre
compleja del Concejo de Sevilla, y otra que pasa al patrimonio de la corona,
siendo distribuida entre la familia real, el alto clero católico y los
caballeros del monarca, principalmente en la forma de propiedades medias y
pequeñas[5].
A su vez, lo que el vecindario
sevillano, el concejo, se apropia se divide en dos partes, una que adopta la
forma de pequeña propiedad familiar (no individual) y la otra que se mantiene,
en Sevilla y su Tierra, como patrimonio comunal[6].
Se constituye de ese modo una masa de bienes colectivos de colosales
proporciones, en lo que es una efectiva e indiscutible revolución económica que
va a convertir en propiedad popular autogestionada asambleariamente la mayor
parte de lo poseído por la clase explotadora terrateniente musulmana. Con eso
se establece una economía esencialmente comunal y colectivista dirigida desde
la asamblea de vecinos, en la que la propiedad privada familiar tiene un lugar
limitado, controlado y secundario.
Por tanto, la liberación
de Sevilla en 1248 fue, también, una formidable revolución económica y social,
así como una revolución agraria. Pero su esencia era la libertad, libertad
política y libertad civil sobre todo, concretada en el sistema asambleario de
autogobierno. La libertad fue lo que triunfó en ese año. Luego, el colectivismo
autogestionado.
¿Qué sucedió con la
población no cristiana?
Lo primero a destacar es
la ausencia en las fuentes documentales de referencias a mozárabes, a cristianos
sometidos al poder islámico, en Sevilla para la fecha citada, lo que manifiesta
que éstos habían sido extinguidos, por exterminio físico (hay testimonios
dramáticos e incontestables de ello, que permiten clasificar como genocida al
Estado andalusí) y por la conversión forzada al islam. La población judía
recibió al orden concejil y comunal con alborozo, lo que enfatiza Tenorio, pues
estaba siendo fieramente perseguida por el poder musulmán. Los judíos, tras
1248 se hacen minoría “protegida” por la corona, que paga tributos al rey de
Castilla, no participan en la vida concejil y se gobiernan por sus leyes y
autoridades con sometimiento a las normas legales generales promulgadas por el
par antagónico corona-concejo.
Los musulmanes, según
los acuerdos de capitulación, tienen un mes tras la rendición de la ciudad para
exiliarse, lo que incluye el derecho a vender sus propiedades y partir luego con
el producto íntegro de tal transacción. Los que quisieran permanecer en la
ciudad podían hacerlo. Bastantes se marcharon pero muchos permanecieron en
Sevilla (los crecidos tributos aportados a la corona por la comunidad musulmana
tras 1248 así lo certifica, según Tenorio, igual que la conservación de los
topónimos, lo que indica que la aportación de gentes de fuera fue reducida), y
una buena parte de los inicialmente exiliados al parecer retornaron.
Sabemos que se mantuvo una mezquita abierta en la
ciudad, decisión positiva que muestra la tolerancia y respeto por la libertad
de conciencia del orden concejil, comunal y consuetudinario, aunque muy
probablemente fueran muchas más las mezquitas abiertas, en la ciudad y en su
Tierra. Considerando que en la memoria colectiva de una buena parte de aquéllos
permanecía el recuerdo de su conversión forzada al islam, muchos de estos
musulmanes a viva fuerza debieron retornar con facilidad a la fe de sus mayores
(aunque el cristianismo del siglo XIII era cualitativamente diferente al del
siglo VIII).
Se puede mantener sin
temor a errar, como lo advierten diversos indicios de las fuentes, que se
exilian el total de las clases altas musulmanas y permanecen en Sevilla las una
gran parte de las clases populares, los trabajadores, campesinos y artesanos, que
contemplan la instauración del nuevo orden político y económico como una
liberación de las muy violentas y expoliadoras élites islámicas. Las
diferencias clasistas casi siempre prevalecen sobre los factores religiosos. En
Sevilla se repite algo bien conocido en la época estudiada pero ocultado por los
historiadores entregados a la “Islampolitik”,
que buena parte de los musulmanes de las clases populares (no así de las
minorías pudientes) se sentían más libres bajo el régimen concejil, comunal y
consuetudinario que bajo el tiránico Estado islámico andalusí.
Pero la comunidad islámica, igual que la judía, se
acogió al patrocinio real en vez de incorporarse al concejo. Dicho de otro
modo, escogieron ser súbditos en vez de vecinos, craso error del que son
corresponsables. En esto ha de verse, muy probablemente, una maniobra del rey
para dividir por credos y debilitar a la comunidad popular, que es una
convivencia fraternal de vecinos y trabajadores, independiente de la religión
de cada cual, en las que existían seres humanos iguales y soberanos, electores
y elegibles en las juntas y asambleas. En vez de seguir el modelo de Daroca
(Aragón), o de Toledo[7] y Guadalajara
(Castilla), en donde los vecinos se funden en un único orden concejil sin
discriminación negativa o positiva por sus creencias religiosas, en Sevilla se
establece el sistema “multicultural”, de comunidades cerradas en lo político,
con el rey como primera autoridad.
Cuando la corona se volvió contra los judíos, en el
siglo XIV, promoviendo su persecución, quizá aquéllos comprendieran su error.
Los musulmanes no fueron hostigados hasta el siglo XVI. Por el contrario, el
concejo de Sevilla sufrió la inquina de los reyes y señores ya en el siglo XIV,
cuando Sevilla, como las demás ciudades y villas de la corona de Castilla,
pierde su sistema de autogobierno popular.
Reflexionemos sobre esto. Tras la toma de casi todo
el valle del Guadalquivir y de Sevilla, el Estado islámico andalusí estaba
vencido. Quien había sido durante siglos el enemigo principal de la revolución
hispana de la Alta Edad Media ya era una fuerza en desintegración. Esto hace
que la contradicción principal interna de la formación social concejil, consuetudinaria y comunal con
monarquía se desencadene y estalle. Dicho más sencillamente, la conquista de
Sevilla, en tanto que derrota estratégica del orden oligárquico, terrateniente
y anti-revolucionario islámico, sienta las bases para que el conflicto entre
los concejos y la corona se hiciera muy agudo. Pero la iniciativa estratégica la
lleva esta última.
Ya Fernando III se propone ser rey que gobierna y no
meramente rey que reina, intentando dictar normas legales a algunos municipios,
lo que era prerrogativa exclusivas de sus asambleas de vecinos. Su sucesor,
Alfonso X, llega mucho más lejos, atribuyéndose la potestad legislativa y
atreviéndose a introducir el derecho romano, o del Estado, en unos territorios
que hasta la fecha sólo conocían el derecho de creación popular, o
consuetudinario, aunque no logra del todo sus objetivos. Además, las milicias
concejiles son de facto disueltas a fines del siglo XIII. Tales maniobras,
parcialmente fracasadas por el momento, logran un enorme éxito con el rey
Alfonso XI (1312-1350), en particular con el Ordenamiento promulgado en las
cortes de Alcalá de Henares de 1348, documento que inicia una nueva era, de
triunfo de la corona y derrota popular, en los territorios sometidos a la
corona de Castilla. Dicho de otra manera, la liberación de Sevilla desencadena
una intensa y compleja lucha de clases en el bando vencedor.
Las clases populares, organizadas sobre bases
municipales, no tuvieron la perspicacia estratégica de sus enemigos de clase,
pues parece que no entendieron la nueva situación creada tras 1248. Si la revolución
popular altomedieval en ese año había alcanzando una victoria decisiva sobre su
enemigo secular, el islam políticamente organizado en ente estatal, era el
momento de pasar a hacer frente al otro enemigo, este interior, de la
revolución, el constituido por la corona y los señores, eclesiásticos y laicos.
De no obrar así dejarían la iniciativa en manos de éstos, como efectivamente
sucedió, y serían derrotados en las villas y ciudades, lo que se manifestaría
como eliminación del régimen asambleario de concejo abierto en ellas, para ser
sustituidas por el concejo cerrado, o regimiento, de designación real.
Lo expuesto muestra que la lucha entonces era
esencialmente política y social, y sólo de manera muy secundaria y subordinada religiosa,
según se ha señalado antes. Derrotado en lo principal el Estado islámico el
enemigo de las clases populares pasaba a ser el (naciente) Estado castellano,
el monarca y los señores. En esa lucha estaban unidas las clases populares sin
diferenciación de religión.
Lo que hoy es Andalucía, que en aquel tiempo era una
entidad territorial muy vaga y confusamente definida, es el espacio peninsular
que más padeció bajo el poder del Estado islámico, hasta el punto que se puede
sostener que algunos de los problemas que incluso hoy tiene se formaron en ese
tiempo. Una prueba de lo terrible del yugo andalusí es la colosal rebelión que
Umar Ibn Afsun dirigió en el siglo X contra el califato de Córdoba, haciendo de
Bobastro (Málaga) su centro de operaciones. Resultó vencida, tras muchos años
de heroico batallar y a pesar de haber estado cerca de alzarse con la victoria,
pero fue la mayor rebelión campesina altomedieval de Occidente. La derrota del
siglo X se transformó en victoria en el siglo XIII. Se deben recordar también
las rebeliones populares en la ciudad de Córdoba contra el poder dictatorial
islámico, asimismo ahogadas en sangre. Por tanto, la raíz de la Andalucía
popular está en la epopeya de Bobastro y en el magnífico orden asambleario y
comunal que triunfa posteriormente, pues Sevilla fue liberada en lo principal
no por las gentes del norte de Despeñaperros sino por el campesinado rebelde de
la tierra que con su colaboración y militancia hizo posible la victoria[8].
[1]
Este erudito (1863-1930) es también autor del célebre estudio antropológico “La aldea gallega”, 1914, considerado en
mi libro “Naturaleza ruralidad y
civilización”. Un análisis biográfico en “El Concejo de Sevilla de Nicolás Tenorio Cerero”, F.M. Pérez
Carrera y C. de Bordóns Alba, Sevilla 1995. Éste presenta a aquél como un
convencido de “las libertades municipales
medievales”, que en la ciudad del Betis no se mantuvieron mucho tiempo
pues, añade, “el paso del antiguo Concejo
al nuevo sistema de Regimiento vendría a poner final -así creemos pensaría
Tenorio- a una época dorada de libertades”, transición que tuvo lugar en el
siglo XIV. Con todo, estos dos autores velan cuanto les es posible la
naturaleza asamblearia del concejo sevillano instaurado en 1248, en lo que
coinciden con casi todos los historiadores contemporáneos. Es más, lo niegan
con argumentos pueriles, el principal de ellos “el tamaño de la población”, ignorando que la ciudad tenía 24
collaciones (distritos electorales), por lo que las asambleas soberanas eran de
barrio y operaban con funcionalidad, habiendo luego una permanente del concejo,
u órgano ejecutivo entre asambleas, al que se vino en llamar “Estado de las justicias”, o Cabildo. Resulta
escasamente ético, e incluso dudosamente estático, hacer la biografía de un
autor al que por una mezcla de ignorancia y rencor político se enmienda la
plana… Tenorio es de los pocos historiadores que, aunque sea de manera parcial,
deja un espacio a lo popular en la historia, mientras que la gran mayoría se
interesa únicamente por el actuar de reyes, poderosos, oligarcas y señores.
[2]
El mandato imperativo, uno de los componentes inexcusables de todo orden
democrático al impedir que los designados como portavoces se conviertan en
representantes y sustituyan a la comunidad política haciéndose nuevo tiranos,
es prohibido por la actual Constitución española en el artículo 67.2, lo que
prueba su inquietante naturaleza. Por el contrario, en la sociedad concejil,
democrática, de nuestro medioevo era un elemento decisivo del orden político.
Esto explica las feroces descalificaciones que la historiografía oficial hace
de aquel régimen, arbitrariamente tildado de “feudal”, todo para ocultar la catadura
despótica y anti-democrática del orden vigente.
[3] Muy probablemente, esa
expresión se inspira en la de un diploma fechado en el año 955 en Berbea,
Barrio y San Zadornil, un municipio pluribarrial situado entre las actuales provincias
de Burgos y Álava, que se refiere a la
asistencia al concejo del modo que sigue, “hombres
y mujeres, ancianos y jóvenes, grandes y pequeños”.
[4]
Se sabe que tiene un estudio particular sobre este asunto, “Las milicias de Sevilla”, en Revista de Archivos, Bibliotecas y
Museos, 1907, que no he logrado consultar. Probablemente, en los seis años
transcurridos desde la edición de su obra se centró en el análisis documental de
esta cuestión, tan fundamental, pues no puede haber democracia sin el pueblo en
armas.
[5]
Un libro que arroja una notable luz sobre este asunto es “En torno a los orígenes de Andalucía: la repoblación del siglo XIII”,
Manuel González Jiménez. Demuestra que los repartos de tierra en la forma de
propiedad particular que tiene lugar tras la derrota de la oligarquía de al
Andalus que crean sobre todo mediana y pequeña propiedad, no latifundios. Da el
dato de que el 98% de sus beneficiarios se apropiaron del 88% de las tierras
repartidas, lo que prueba que el derrocamiento de la aristocracia latifundista
islámica fue una verdadera revolución agraria popular. Pero González no entra
en lo más importante, la constitución del fondo comunal de tierras y otros
medios de producción, que pasan a operar de forma autogestionada bajo la
autoridad del concejo, convertido en propietario colectivo. Aquél se
desencadena, con razón, contra “Los
latifundios en España”, Pascual Carrión, 1932, por sostener que el
latifundio andaluz se crea con la “reconquista”, enormidad esgrimida incluso
hoy por el progresismo español. Lo que está en debate es si la liberación del
valle del Guadalquivir fue, con todas las cautelas que se desee, un acto
revolucionario, quizá el último de la revolución de la Alta Edad Media hispana,
o no.
[6]
El libro “Usurpación de tierras y
derechos comunales en Sevilla y su Tierra durante el siglo XV”, de M.A,
Carmona Ruiz permite aquilatar la potencia y extensión enormes de los bienes
comunales en Sevilla, que comienzan a ser privatizados una vez que en el siglo
XIV el regimiento sustituye al concejo abierto. Antes de 1248 en ella sólo
existían tres tipos de propiedad, las única admitidas por el islam, los bienes
de las mezquitas, los del Estado y el fundo privado, cuando era extenso trabajados
por esclavos o, más a menudo, por campesinos dependientes similares a los
siervos carolingios, privados de derechos y sometidos a formas terribles de
explotación, siendo sus periódicas rebeliones ahogadas en sangre.
[7]
Informa Tenorio que la Sevilla liberada escoge el fuero de Toledo como norma
jurídica y política de autogobierno. Eso es decir muy poco pues ese asunto, el
del fuero de Toledo considerado en concreto, es un embrollo monumental, uno de
los mayores de nuestra historia medieval. Lo que sí se sabe que significa es
que las grandes ciudades creadas por el hiper-estatizado régimen andalusí, al
ser liberadas y liberarse, tenían en su seno una comunidad popular plural, que
debía convivir sin menoscabo de la unidad y sin afectar a la libertad de
conciencia (que entonces adoptaba la forma de libertad religiosa) de cada cual,
pues la libertad de conciencia es el fundamento último de todas las libertades,
políticas y sociales, personales y colectivas. Fuera de esto, el asunto está
necesitado de estudios mucho mayores.
[8]
Se lee en “Crónica de veinte reyes”,
texto histórico anónimo redactado en la segunda mitad del siglo XIII, que
Sevilla estuvo cercada “dies e seis
meses” por las tropas revolucionarias, principalmente formadas por el
campesinado local y las milicias concejiles llegadas del norte, con una
aportación de las mesnadas reales. Añade dicho texto que los sitiadores
crearon, al lado de los muros de Sevilla, una ciudad nueva y excelentemente
organizada, hecha de un gran número de tiendas de campaña y otras edificaciones
de circunstancias, con sus calles y plazas, en las que se ejercían todos los
oficios manuales y artesanales, bien autoabastecida y dispuesta a mantener el
cerco el tiempo que hiciera falta. Esto muestra que quienes estuvieron allí
arma en mano contra el Estado andalusí eran principalmente trabajadores, gente
del pueblo, y no caballeros ociosos dedicados a tornear. Y prueba también el
apoyo enorme que encontraron en la población de la Tierra sevillana, que les
abastecía por trueque y donación. Igualmente, muestra que el mito de la
superioridad andalusí en el trabajo productivo es sin fundamento, pues la
artesanía de al-Andalus era principalmente de lujo, para abastecer a la
parasitaria clase alta islámica, mientras que la del norte se dirigía a
satisfacer las necesidades básicas del pueblo, estando mucho más adelantada técnicamente
y siendo bastante más eficiente, lo mismo que la agricultura, también porque
las mujeres participaban en paridad con los hombres en el trabajo productivo.
Dado que en la sociedad andalusí la mayoría de la mano de obra era esclava o
servil no podía ser económicamente viable en el enfrentamiento a largo plazo con
los trabajadores libres de la sociedad concejil y comunal, como así sucedió.
Únicamente la llegada constante y a gran escala de hombres y recursos del norte
de África, y también de otros territorios africanos más al sur (recordemos los
regimientos de negros esclavos que solían usar el Estado islámico andalusí, ya
desde el siglo X al menos, como quedó gráficamente mostrado en la batalla de
Las Navas), permitió sobrevivir por siglos a un orden político, el islámico
hispano, que en la segunda mitad del siglo X ya estaba en decadencia. Ello a
costa de empobrecer y desarticular las sociedades norteafricanas, cuyo atraso,
polarización social extrema y pobreza actuales probablemente se empiezan a
constituir entonces.
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