Esteba Vidal
El 14 de abril sigue siendo una
fecha de referencia para quienes conmemoran la instauración de la II República,
al mismo tiempo que reivindican el legado político de aquella experiencia
histórica. Sin embargo, cuanto más se conoce dicho periodo más rechazo suscita
en la población, sobre todo en la medida en que aquel régimen se caracterizó
por su extrema violencia y crueldad con el pueblo llano.[1] A pesar
de esto se sigue sin entender el significado histórico del régimen republicano,
especialmente en la medida en que esta experiencia es sustraída del marco
histórico general del que forma parte, y es reducida a una simple lucha de
poder entre diferentes grupos sociales y políticos.
En primer lugar hay que
contextualizar el advenimiento de la II República en términos históricos e
internacionales, lo que significa tomar como referencia los grandes procesos en
los que se vio envuelto el Estado español en su desarrollo histórico. Esto nos
obliga a considerar la influencia de los factores externos, situados en la
arena internacional, en el cambio de la forma monárquica del Estado a la forma
republicana.[2] En lo que a esto respecta
no hay que perder de vista que los Estados europeos estaban inmersos desde
hacía varios siglos en un proceso de modernización permanente, lo que era fruto
de su mutua competición en la esfera internacional. Con modernización nos
referimos a un movimiento histórico-político hacia formas de gobierno de
carácter burocrático, racionalizado, centralizado e impersonal,[3] que
supusieron la concentración, acumulación y centralización de una cantidad
creciente de poder en manos del Estado para adaptar su esfera doméstica a los
desafíos de la competición geopolítica internacional. La modernización
constituye, desde esta perspectiva política e internacional, parte del proceso
de construcción del Estado territorial y soberano.
En la medida en que los Estados
no existen en el vacío, sino que por el contrario forman parte de un sistema de
Estados en el que interactúan y donde impera un contexto de competición y mutua
hostilidad, no puede ignorarse la influencia que el medio internacional ejerce
sobre la esfera doméstica de los Estados. Así pues, en dicho medio se
desarrollan una serie de relaciones de las que de un modo espontáneo y no
intencionado se forma una estructura de poder fruto de la desigual distribución
de capacidades internas de los Estados.[4] Esta
circunstancia es la que hace que la estructura de poder presione sobre el
interior de los Estados y afecte no sólo a su comportamiento en el ámbito
internacional, sino también a su constitución interna.[5] La
modernización como tal no es sino el efecto no premeditado de la competición
geopolítica de los Estados, y en la que la guerra ha desempeñado un papel
central como impulsora del cambio político en la esfera doméstica.[6] De
este modo la modernización es el proceso de permanente adaptación del ámbito
interior de los Estados a los constantes desafíos presentados por la esfera
internacional.
El Estado español había ostentado
una posición dominante en el sistema internacional hasta el s. XVII, y a partir
de entonces declinó como gran potencia en la medida en que otros Estados le
tomaron la delantera como fueron los casos de Francia e Inglaterra. España sólo
conservó cierta relevancia internacional gracias a sus posesiones coloniales en
América hasta el s. XVIII, siendo para entonces una potencia de segunda fila.
Tanto Francia como Inglaterra desarrollaron una serie de cambios en sus
respectivas esferas domésticas que les permitieron aumentar sus capacidades
nacionales, y con ello maximizar su poder tanto a nivel interno como a nivel
externo en su competición por la hegemonía internacional. Esto fue muy evidente
en el transcurso de las guerras napoleónicas, debido sobre todo a que la
preeminencia de Francia se debió a los cambios que se produjeron en la
constitución interna del Estado como consecuencia de la revolución. A través de
la revolución Francia estableció un gobierno directo sobre la población, lo que
incrementó sus capacidades organizativas para movilizar una cantidad creciente
de recursos materiales, económicos, humanos, etc., con los que aumentó su poder
militar y, por tanto, su poder internacional.[7] Sin
embargo, en España los cambios necesarios para situar al país al mismo nivel
que las restantes grandes potencias del momento no fueron llevados a cabo, y
cuando estos intentaron ser puestos en práctica tras la derrota de Napoleón
encontraron una fortísima oposición entre la población.
Mientras la Francia
revolucionaria fue capaz de reunir una fuerza militar de casi un millón de
efectivos gracias a la modernización acelerada del Estado, España se sumió en
un estado de postración internacional ante la arrolladora maquinaria de guerra
francesa, hasta el punto de ser invadida. Tal es así que la resistencia armada
contra Napoleón fue ejecutada por el propio pueblo, mientras las élites locales
rendían pleitesía a los ocupantes. Esta manifiesta posición de debilidad
internacional condujo a la élite mandante española a tomar medidas enérgicas
dirigidas a aumentar el poder del Estado mediante un incremento del control
sobre su territorio, es decir, sobre la población y los recursos materiales,
económicos, etc., disponibles. Esto supuso la imitación del modelo que
representaba en aquel momento Francia, lo que dio comienzo a la revolución
liberal con la promulgación de la constitución de Cádiz de 1812.[8] A
partir de entonces el Estado español se sumió en un ciclo de experimentación
política dirigido a modernizar sus estructuras internas con el propósito de
reforzar su poder militar y recuperar el estatus de gran potencia. Fue un
proceso liderado por los mandos militares, pues no olvidemos que el Estado
moderno fue hasta bien entrado el s. XX una institución exclusivamente militar,
y por ello una máquina para la guerra que únicamente de forma tardía desarrolló
otro tipo de funciones de carácter civil.[9]
Como consecuencia del papel
dominante del ejército en la política española del s. XIX algunos autores, como
Daniel R. Headrick, muy acertadamente han catalogado el sistema político
español de aquel entonces como un sistema pretoriano.[10] Esto
conllevó la permanente experimentación de regímenes políticos diferentes que no
terminaron de funcionar, y que sumieron al país en una constante guerra civil
debido a la oposición popular que suscitó el crecimiento del Estado y su
progresiva intromisión en una cada vez mayor cantidad de ámbitos de todo tipo.[11] Por
el camino España perdió su imperio y en diferentes ocasiones, como durante la I
República, el Estado estuvo a punto de desaparecer. Por tanto, el proceso de
modernización del Estado español sumió al país en una profunda crisis política
y social que a largo plazo impidió que lograse recuperar su antiguo estatus de
gran potencia en el concierto internacional. Sin embargo, esto no hizo que los
intentos de la élite mandante cesaran en la búsqueda de ese relanzamiento del
Estado en la esfera internacional, lo que, como decimos, implicaba la
transformación de su esfera interior y la adaptación de la sociedad a sus
necesidades estratégicas en la lucha geopolítica internacional. Esto se
concretaba en incrementar los recursos del Estado para poder costear un
ejército moderno y más grande con el que competir con éxito frente a otras
potencias. Pues no olvidemos que la modernización del ejército, tanto en el
terreno organizativo como en el tecnológico, tiene efectos sobre la estructura
y organización del Estado, y consecuentemente en el cambio político.[12]
Así pues, la historia de España
desde el s. XIX hasta bien entrado el s. XX fue una historia de resistencia
popular al crecimiento del Estado que impulsó el liberalismo, y sobre todo los
mandos militares que lideraron la revolución liberal. Nos referimos a todos
esos espadones que segaron la vida de quienes se les opusieron: Rafael del
Riego, Baldomero Espartero, Leopoldo O’Donnell, Juan Prim, Francisco Serrano,
Manuel Pavía, etc. El contexto de permanente inestabilidad social y política
derivada de la impopularidad de las élites mandantes y sus estructuras de poder
político, condujo a una progresiva descomposición de España como proyecto
imperial que se evidenció tras la derrota frente a EEUU en el control de sus
últimas colonias de ultramar. Esta situación generó la determinación en las
élites de reforzar la posición del Estado frente a la sociedad, sobre todo para
afirmar su autoridad y aumentar su poder militar. Así, la modernización del
Estado alcanzó un punto crítico en la etapa posterior a la Gran Guerra debido
al desarrollo económico que España vivió gracias a su neutralidad. En un
contexto de conflictividad social creciente, unido a fracasos tan sonoros como
el del Annual, y el cambio en la situación internacional debido a que las grandes potencias
industriales recuperaron rápidamente los mercados que habían cedido a España
durante la contienda, condujeron a la instauración de una dictadura
militar de inspiración fascista bajo el mando del general Miguel Primo de
Rivera y con el beneplácito de Alfonso XIII.
La dictadura de Primo de Rivera
sirvió para reestabilizar el sistema de dominación y modernizar el Estado en
ámbitos como el financiero, fiscal, administrativo e industrial, al mismo
tiempo que aumentó su tamaño y con ello incrementó su contacto con la sociedad
que lo recibió con especial rechazo.[13] Esto
se inscribió en el marco de una política exterior más agresiva y de signo
expansionista en el norte de África, de lo que el desembarco de Alhucemas es
una clara muestra. La centralización, concentración y acumulación de poderes en
manos del Estado supuso un importante desgaste político para el régimen
establecido, lo que aumentó su inestabilidad a pesar de haber logrado cooptar
temporalmente a ciertos sectores políticos y sociales, como PSOE-UGT, con la
formación de un directorio civil. A lo que cabe añadir la milenaria tradición
antimilitarista de las clases populares y su resistencia a colaborar en las
aventuras imperialistas de la élite dominante.
En este contexto histórico y sociopolítico
en el que el grado de agitación social era creciente, así como el descrédito de
la dictadura y del monarca que la apoyó, la instauración de la II República se
entiende como el comienzo de un nuevo ciclo de modernización del Estado. En lo
que a esto se refiere la proclamación de la República fue antes que nada una
imposición de los mandos militares, muy al contrario de lo que la
historiografía oficial ha hecho creer. En las elecciones de 1931 las
candidaturas republicanas en
conjunto sólo lograron 5.875 concejales, mientras que las candidaturas
monárquicas obtuvieron 22.150, todo lo cual no impidió la proclamación de la
República.[14] Esto
no hace sino demostrar que esta proclamación supuso la imposición de un nuevo
régimen político llevada a cabo por las altas esferas del poder constituido con
el ejército a la cabeza. Entre los mandos militares que participaron en la
conspiración que facilitó el advenimiento de la II República destacaron el
general Goded, Queipo de Llano, Mola y muchos otros.[15]
Basta con señalar que el monarca únicamente se decidió a abandonar el país en
su flamante hispano-suiza cuando el general Sanjurjo, director general de la
guardia civil, le informó de que no podía garantizar su seguridad personal.[16]
A tenor de todo lo hasta ahora dicho puede
afirmarse que la instauración de la II República fue una revolución desde
arriba para, así, evitar una revolución desde abajo que con el paso del tiempo
se hacía más probable dada la agitación popular y la propagación de
planteamientos revolucionarios entre amplios sectores de la sociedad.[17]
De esta manera las ansias de libertad de la población intentaron ser
apaciguadas y reencauzadas mediante este cambio de régimen, con el propósito de
crear una nueva legitimidad que facilitase el relanzamiento del proyecto de
modernización del Estado, y consecuentemente el incremento de sus poderes con
vistas a recuperar un papel relevante en el concierto de las naciones europeas.
El crecimiento del aparato represivo,[18]
los intentos de modernizar el ejército, el aumento de las cargas fiscales sobre
la población, el impulso dado a los negocios de las clases acaudaladas con la
expansión del trabajo asalariado, el sector financiero, etc.,[19]
generaron una fuerte oposición popular que recrudeció la represión como respuesta
de las élites.
En general la II República puso
en marcha una serie de medidas dirigidas a movilizar los recursos disponibles
en el país para aumentar las capacidades nacionales con las que apuntalar un
crecido poder militar, y de esta forma jugar un papel relevante en el ámbito
internacional de cara a garantizar a España una esfera de poder propia en el
norte de África. Esto es lo que explica la implementación de un conjunto de
políticas dirigidas a establecer un capitalismo más agresivo, adaptado a las exigencias de las clases
más pudientes y a las crecientes necesidades industrializadoras. Para conseguir
este objetivo, y aumentar la base tributaria del Estado, fue necesario reforzar
a este último como así lo hizo el nuevo ordenamiento constitucional. A lo que
le acompañó la creación de nuevos cuerpos represivos como la guardia de asalto,
además de diferentes leyes que restringieron las garantías y libertades
formales. Nos referimos, por ejemplo, al artículo 42 de la constitución para la
suspensión de dichas garantías y libertades si lo exigía el bien del Estado; el
artículo 76 d que dotaba al presidente de la República de poderes exorbitantes;
diferentes leyes como la ley de Defensa de la República del 21 de octubre de
1931;[20]
o la ley de Orden Público del 28 de julio de 1933 que fue promulgada con Manuel
Azaña como presidente del gobierno, y que fue mantenida en vigor por el
franquismo hasta 1959; o la ley de fugas que se saldó por lo menos 3.900
muertes, lo que en la práctica fueron ejecuciones extrajudiciales bajo el
pretexto de fuga;[21]
o la ley de vagos y maleantes del 4 de agosto de 1933, mantenida por el
franquismo, y que fue introducida en el código penal para reprimir
fundamentalmente a trabajadores en el paro, vagabundos y nómadas, así como a todos
aquellos que no fueran del gusto de la autoridad competente, todo lo cual
permitió la creación de campos de concentración para desempleados.[22]
En definitiva, la instauración del régimen
republicano obedeció no tanto a razones de orden interno como a una necesidad
exterior derivada de la competición geopolítica internacional, y que presionó
sobre la esfera interior hasta el punto de transformar la constitución interna
del Estado español. De este modo las presiones externas operaron a través de
las condiciones internas que originaron la II República, la cual no fue otra
cosa que una imposición de los militares que más tarde, en 1936, le pusieron
fin. Sin embargo, este régimen que trató de maximizar su poder tanto hacia
dentro como hacia fuera encontró una fuerte resistencia popular, aún a pesar de
haber sido un intento consciente de las élites mandantes de impedir el
estallido de una revolución desde abajo.[23]
Por tanto, a nivel doméstico la II República fue un régimen extremadamente
represivo que intentó meter en cintura a las clases populares, y que con ello
pretendía crear las condiciones propicias para relanzar la política exterior
española en clave imperialista. Finalmente nada de esto ocurrió, el régimen
republicano fracasó estrepitosamente al encontrar una oposición frontal de la
población que condujo a los mandos militares a alzarse en armas contra el
pueblo para impedir la revolución. Así las cosas, quienes celebran el 14 de
abril en conmemoración de la proclamación de la II República consciente o inconscientemente
celebran, también, un régimen impuesto por los militares, al servicio del
militarismo y de la burguesía. Un régimen que, además de haber sido
tremendamente represivo con el pueblo, constituye un jalón más en el proceso
modernizador del Estado español, y por tanto de su crecimiento y expansión.
[1] A
este respecto son bastante elocuentes los datos recopilados por Eduardo
González Calleja quien pone de manifiesto que la mayor parte de la violencia
que se produjo en la II República fue del Estado contra la sociedad. González
Calleja, Eduardo, Cifras cruentas: las víctimas mortales de la violencia
sociopolítica en la Segunda República española (1931-1936), Granada,
Comares, 2015. Sobre esta dimensión represiva de la II República también es
recomendable lo comentado en Rodrigo Mora, Félix, “14 de abril: La república
del máuser” http://esfuerzoyservicio.blogspot.com.es/2013/04/14-de-abril-la-republica-del-mauser.html
[2] En
este punto concordamos con lo sostenido por Otto Hintze, quien destacó que la
rivalidad entre potencias tiene tanta importancia como las rivalidades entre
grupos sociales en el moldeamiento de la estructura del Estado. Hintze, Otto, Historia
de las formas políticas, Madrid, Editorial Revista de Occidente, 1968
[3] Porter, Bruce D., War and the
Rise of the State: The Military Foundations of Modern Politics, Nueva York,
The Free Press, 1994, p. xiv
[4] Sobre
el punto de vista estructuralista acerca de la realidad internacional
consultar: Waltz, Kenneth N., Teoría de la política internacional,
Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1988
[5] Esta
perspectiva está presente en las investigaciones de diferentes autores. Spruyt, Hendrik, The Sovereign
State and Its Competitors, Princeton, Princeton University Press, 1996.
Rasler, Karen A. y William R. Thompson, War and State Making: The Shaping of
the Global Powers, Londres, Unwin Hyman, 1989. Mann, Michael, Las
fuentes del poder social, Madrid, Alianza, Vol. 1 y 2, 1991-1997. Hintze,
Otto, Feudalismo – Capitalismo, Barcelona, Editorial Alfa, 1987. Ertman, Thomas, Birth of the
Leviathan: Building States and Regimes in Medieval and Early Modern Europe,
Cambridge, Cambridge University Press, 1997
[6] Al
fin y al cabo es la guerra la que crea el Estado y la que impulsa su desarrollo
histórico al hacer que este intervenga en multitud de ámbitos y actividades, lo
que conlleva la transformación de su carácter al hacerse más racional,
organizado y centralizado a medida que aumenta su poder en el ámbito interior
y, a su vez, en el ámbito exterior. Guerra y construcción del Estado van unidas
debido a que la necesidad de organizar los medios para preparar y hacer la
guerra origina la aparición de un aparato burocrático encargado de movilizar
los recursos económicos, financieros, humanos, materiales, etc., necesarios.
Sobre esto son notables las aportaciones recogidas en Roberts, Michael, “The Military Revolution,
1560-1660” en Rogers, Clifford J. (ed.), The Military Revolution Debate:
Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Boulder,
Westview Press, 1995, pp. 13-36. Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos
990-1990, Madrid,
Alianza, 1992. Ídem,
“Reflections on the History of European State-Making” en Tilly, Charles (ed.), The
Formation of National States in Western Europe, Princeton, Princeton
University Press, 1975, pp. 3-83. Parker, Geoffrey, La revolución militar. Las innovaciones militares
y el apogeo de Occidente, 1500-1800, Barcelona, Crítica, 1990. Duffy, Michael (ed.), The
Military Revolution and the State 1500-1800, Exeter, University of Exeter,
1986
[7] Una
magnífica investigación que pone de manifiesto este y otros aspectos decisivos
de los efectos de la revolución francesa en el relanzamiento de Francia como
gran potencia, así como de otros procesos revolucionarios análogos, es Skocpol,
Theda, States and Social Revolutions: A Comparative Analysis of France,
Russia, and China, Nueva York, Cambridge University Press, 1979. Existe una
edición en castellano: Ídem, Los Estados y las revoluciones sociales: un
análisis comparativo de Francia, Rusia y China, México, Fondo de Cultura
Económica, 1984
[8]
Existían antecedentes previos, ya en el s. XVIII, en los que miembros de la
élite mandante pusieron de relieve la necesidad de cambiar las estructuras
políticas del Estado para adaptarlas al nuevo contexto internacional. Nos
referimos a personajes como Floridablanca o Jovellanos. De interés son las
observaciones recogidas acerca de los efectos de la implantación del orden
constitucional y liberal en Rodrigo Mora, Félix, La democracia y el triunfo
del Estado. Esbozo de una revolución democrática, axiológica y civilizadora,
Morata de Tajuña, Manuscritos, 2011, pp. 41-62
[9] Los datos
sobre el carácter esencialmente militar del Estado son abrumadoramente claros,
y quedan evidenciados a través de las partidas presupuestarias dirigidas a la
guerra. La bibliografía a este respecto también es abundante. Rasler, Karen A. y William R. Thompson, “War
Making and the State Making: Governmental Expenditures, Tax Revenues, and
Global Wars” en American Political Science Review Vol. 79, Nº 2, 1985,
pp. 491-507. Mann, Michael, Op. Cit., N. 5, Vol. 1, pp. 590-617. Ídem,
“State and Society, 1130-1815: an Analysis of English State Finances” en Mann,
Michael, States, War and Capitalism, Oxford, Basil Blackwell, 1988, pp.
73-123. Rasler, Karen A. y William R. Thompson, The Great Powers and Global
Struggle, Lexington, The University Press of Kentucky, 1994
[10] Headrick, Daniel R., Ejército y política
en España (1866-1898), Madrid, Tecnos, 1981
[11]
Sobre la valiente resistencia que ofreció el pueblo a la introducción del
liberalismo es recomendable la lectura de Rodrigo Mora, Félix, Op. Cit.,
N. 8, pp. 84-102
[12]
Numerosos autores han desarrollado su particular línea de investigación en
torno a este enfoque en el que la atención es centrada en la interrelación que
se da entre la organización militar y la organización del Estado. Destaca Otto
Hintze, pero juntamente con él otros autores que de un modo independiente
realizaron sus particulares reflexiones. Hintze, Otto, “Organización Militar y Organización del Estado” en Revista
Académica de Relaciones Internacionales Nº 5, 2007 (https://revistas.uam.es/index.php/relacionesinternacionales/article/view/4868/5337).
Finer, Samuel E.,
“State and Nation Building in Europe: The Role of the Military” en Tilly,
Charles (ed.), The Formation of National States in Western Europe,
Princeton, Princeton University Press, 1975, pp. 84-163. Rapoport, David C., “A
Comparative Theory of Military and Political Types” en Huntington, Samuel P.
(ed.), Changing Patterns of Military Politics, Nueva York, The Free
Press, 1962, pp. 71-100. Andreski, Stanislav, Military Organization and
Society, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1954. Corvisier, André, Armies
and Societies in Europe, 1494-1789, Bloomington, Indiana University Press,
1979. Downing, Brian M., The Military Revolution and Political Change:
Origins of Democracy and Autocracy in Early Modern Europe, Princeton,
Princeton University Press, 1992. Antes que todos estos autores encontramos un curioso antecedente de
este punto de vista en un artículo escasamente conocido de Fredrich Engels,
quien prestó especial atención a cuestiones de carácter militar y su influencia
en la esfera política. Engels,
Friedrich, “The Armies of Europe” en Putnam’s Monthly. A Magazine of
Literature, Science and Art Vol. 6, Nº 33, 1855, pp. 193-206 y 306-317
[13] Para
un estudio en profundidad de esta etapa de la historia del Estado español es
recomendable la siguiente bibliografía: González Calleja, Eduardo, La España
de Primo de Rivera. La modernización autoritaria, 1923-1930, Madrid,
Alianza, 2005. Tamames, Ramón, Ni Mussolini ni Franco: la dictadura de Primo
de Rivera y su tiempo, Barcelona, Planeta, 2008. Gómez Navarro, José Luis, El
régimen de Primo de Rivera, Madrid, Cátedra, 1991. Ben-Ami, Shlomo, El
cirujano de hierro. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), Barcelona,
RBA, 2012
[14]
Alcalá Galve, Ángel, Alcalá-Zamora y la agonía de la República, Sevilla,
Fundación José Manuel Lara, 2002
[15]
Sobre la trama conspiracionista que lideraron y ejecutaron los militares es
interesante lo recogido en Franco, Ramón, Madrid bajo las bombas,
Madrid, Zevs, 1931. Para
hacerse una idea del apoyo que este régimen recibió del ejército basta con
señalar que únicamente 5 militares de la escala activa y uno de la reserva
rehusaron jurar fidelidad a la II República. Información sobre esta cuestión
puede encontrarse en Cardona, Gabriel, El poder militar en la España
contemporánea hasta la guerra civil, Madrid, Siglo XXI, 1983
[16]
Pulido Pérez, Agustín M., La Guardia Civil ante el bienio azañista, 1931/33,
Madrid, Almena, 2008
[17] La
implantación del régimen republicano también ha sido catalogada como una
revolución conservadora hecha desde arriba, lo que salvando las distancias
históricas y culturales no la diferenciaría de la restauración Meiji en Japón.
Rodrigo Mora, Félix, Op. Cit., N. 8, pp. 294-299
[18] La
creación de la guardia de asalto es significativa en este sentido, además del
crecimiento del gasto estatal en actividades represivas. A lo que hay que
añadir el aumento del número de efectivos de la guardia civil, que en 1930
contaba con 27.500 hombres mientras que en 1936 disponía de 34.500, esto es un 25% más. E
igualmente su presupuesto que en 1930 era de 103 millones de pesetas, mientras
que ya para 1933 era de 126. El presupuesto de seguridad, por su parte, pasó
por esas mismas fechas de los 62 millones a los 120 millones. En términos
generales puede observarse que la monarquía, en 1930, dedicaba 165 millones de
pesetas al orden público, mientras que la II República, en 1933, dedicaba 246
millones. Muñoz Bolaños, Roberto, “Fuerzas y cuerpos de seguridad en
España (1900-1945)” en Serga Especial Nº 2. Romero, Luis, Tres días
de julio, 18, 19 y 20 de 1936, Barcelona, Ariel, 1967. Arrarás, Joaquín, Historia
de la Segunda República Española, Madrid, Editora Nacional, 1956, Vol. 2
[19] Al
fin y al cabo las clases acaudaladas apoyaron decididamente a las fuerzas
republicanas en las elecciones municipales de 1931, y se mantuvieron al lado de
la República hasta poco antes de la sublevación militar en 1936, cuando esta
era ya inevitable. El propio conde de Romanones declaró que el rey Alfonso XIII fue abandonado por todos
los estamentos del poder, y que en los barrios burgueses y aristocráticos de
Madrid triunfaron las candidaturas republicanas en las elecciones de 1931. Figueroa
y Torres Romanones, Álvaro, Notas de una vida, Madrid, Marcial Pons,
1999
[20] Esta ley de Defensa de la
República se basó para su redacción en el anteproyecto de ley de Orden Público
elaborado por la Asamblea Nacional de la dictadura de Primo de Rivera.
Facultaba al gobierno para establecer tres estados de excepción por decreto,
sin necesidad de que las Cortes suspendieran previamente las garantías
constitucionales. Más información pormenorizada sobre estas leyes puede encontrarse
en Gil Pecharromán, Julio, La Segunda República. Esperanzas y
frustraciones, Madrid, Historia 16, 1997, p. 70. Ballbé, Manuel, Orden
público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid,
Alianza, 1983, p. 363
[21] Fiestas Loza, Alicia, Los
delitos políticos (1808-1936), Salamanca, Librería Cervantes, 1994
[22]
Sobra decir que en la
práctica la normalidad constitucional fue una excepción dado que todos los
gobiernos republicanos recurrieron de un modo u otro a las leyes antes citadas,
lo que generó una permanente suspensión de derechos y garantías como método
para aplicar la represión de manera intensiva sobre la población, y muy
especialmente sobre el campesinado y el movimiento obrero organizado. Todo esto
contribuyó a darle al propio régimen republicano un cariz sumamente represivo y
violento que desbordó considerablemente la situación previa de la dictadura
militar de Primo de Rivera.
[23]
Rodrigo Mora, Félix, Investigación sobre la II República española, 1931-1936,
Madrid, Potlatch ediciones, 2016
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