La monumental reyerta entre progresistas y
populistas que está teniendo lugar en todo los países occidentales ha derivado
en la cuestión de la postverdad. Los primeros, más agresivos, acusan a sus
adversarios de faltar a la verdad por método y preparan un perfeccionamiento y
ampliación substancial del régimen de censura vigente que, sobre todo, se aplicará
a internet. Más allá de la bronca entre las dos alas del sistema de dominación
sucede que el poder ha perdido, en bastante medida, el control de la Red. Esto
les tiene fuera de sí.
El
bando progresista domina casi completamente los medios propagandísticos,
televisión, prensa, cine, industria del ocio y universidad, lo que le otorga un
poder colosal y unos beneficios económicos astronómicos. Pero su obrar está
siendo tan desvergonzado y brutal, tan chulesco según su estilo, manipulando y
mintiendo tan sin rubor, que la credibilidad de lo que ofrecen está en franca
regresión. Las gentes cada vez menos acuden a los medios de comunicación/adoctrinamiento,
que aparecen como un pomposo aparato de propaganda y control de las mentes, y
cada vez más escudriñan y rebuscan en internet las elaboraciones de gentes
anónimas.
El
progresismo es ahora el enemigo y el verdugo principal de la libertad de
expresión, por delante del populismo. Son sus adeptos quienes sobre todo están
preparando un reforzado sistema de censura para internet. Esto significa no
sólo que desean poner en marcha los procedimientos adecuados para logarlo sino
que van a ir estableciendo en cada cuestión concreta qué es verdad y qué no lo
es, qué debe creer la gente de la calle y qué no. Y además va a excluir y
marginar, y también perseguir, a quienes no piensen como ellos: la policía del
pensamiento está, por tanto, en fase de enérgica reorganización y
acrecentamiento.
El
progresismo, para empezar, se sustenta en una inmensa mentira, la teoría del
progreso. Desde ella ha ido elaborando todo un jactancioso entramado de errores
provechosos, medias verdades, ocultaciones de porciones decisivas de la
realidad, narraciones manipulativas, desdén por la noción misma de verdad, mofa
de la categoría de libertad, trituración de los adversarios, mil y una formas
de censura, exclusión y persecución de quienes tienen otras ideas. En los
últimos años ha constituido las religiones políticas, o sistema de lo
políticamente correcto, como cuerpo de creencias obligatorias desde el cual se
practica el linchamiento de disidentes, los sacrílegos e incrédulos de este
siglo, por negarse a comulgar con dichas religiones.
Hoy
la verdad es una noción en quiebra, no existe libertad de expresión (salvo de
manera marginal) y no se respeta ni aprecia ni salvaguarda la libertad de
conciencia. Los progresistas tildan a los populistas de ser la “extrema
derecha” pero hacen suyo lo que constituye el meollo de la extrema derecha, la
negación de la libertad de expresión y la libertad de conciencia. Esto muestra
que el progresismo y sus derivaciones son ya la principal expresión de
extremismo totalitario, de radicalismo carca y retrógrado. Ellos son el
fascismo, un fascismo de nuevo tipo, progresista. Para tapar esto intimidan y
atormenta a sus oponentes con la etiqueta de “fascistas”, que es el primero de
la retahíla de los sambenitos con que niegan la libertad de expresión[1].
No
hay postverdad. Existe, para decirlo de una manera simplificada, la verdad y
sus opuestos, el error y la mentira. La verdad posee, en su existencia efectiva
aunque no en las entelequias de los filósofos triviales, unos componentes que la
determinan. Son la finitud delimitadora, la impureza inerradicable, la
mutabilidad reiterada, la dependencia de lo concreto, la subordinación a la
experiencia, el antagonismo con lo teórico o doctrinal y su dependencia del esfuerzo
permanente. Eso convierte a la Verdad entendida al modo metafísico, que no
existe, en la verdad dada en la experiencia, que sí existe. Al rebajarla y disminuirla
la fortalece y robustece, haciéndola netamente diferenciable en cada escenario
singular del error y la mentira. Frente al relativismo y al pragmatismo la
verdad continúa siendo la coincidencia entre lo pensado y la cosa, algo que
está ahí favorezca o perjudique, sea útil o aparentemente inútil. Y sigue
siendo muy difícilmente compatible con la propaganda, que es la actividad
número uno del progresismo.
La
verdad es una categoría esencialmente prepolítica y antipolítica. Surge de la
experiencia, se prueba en la experiencia y se desarrolla desde la experiencia,
de manera que no puede depender o estar en relación con el poder. La política
tiene que circunscribirse al ámbito de lo que le es propio, el gobierno de la
sociedad, sin inmiscuirse en la determinación de qué es verdadero y que no.
Máxime en los sistemas políticos con ente estatal, en donde la razón de Estado,
en tanto que utilidad para los poderhabientes, rebaja la verdad a la imposición
discursiva de sus intereses. En ellos lo institucional es la mentira mientras
que la verdad busca refugio en la resistencia al Estado, en la acción
revolucionaria.
En
el quehacer político, las normas para el gobierno de la sociedad y para la
elaboración de las leyes han de determinarse conforme al principio de las
mayorías. No porque lo que crea, diga o sostenga la mayoría sea siempre la verdad,
que a menudo no lo es, sino porque es el único procedimiento para evitar la
tiranía: gobierna la mayoría y eso es la libertad política, tenga o no razón
dicha mayoría. En bastantes casos es la minoría la que está acertada, la capaz
de aprehender, difundir y aplicar la verdad, pero eso no le proporciona el
derecho a gobernar. Tiene que lograr que sus verdades se hagan mayoritarias
para que influyan en la vida política con disposiciones y legislación de ellas
emanadas. Por eso la minoría necesita ser respetada y que sea igualmente respetado
el principio de la libertad de expresión. Hoy no es así. Existe la ruidosa trifulca
en curso entre progresismo y populismo en la que ambos comparten el 99% de sus
ideas pero a las gentes de pensamiento ecuánime e intención revolucionaria se
nos condena a la semi-clandestinidad. Y en el futuro será mucho peor.
Así
pues, la relación entre libertad política y verdad es bastante intrincada, al
tener un crecido grado de complejidad. Esto resulta excelente pues nos obliga a
mejorarnos intelectualmente, a afinar nuestra inteligencia.
La
libertad de expresión es libertad para todo y para todos, para lo equivocado
tanto como para lo acertado, para el error igual que para la verdad, para la
mentira lo mismo que para la evidencia. La palabra no delinque en ningún caso,
pero sí lo hace quien introduce la censura, cuya enormidad está no sólo en los
procedimientos para cercenar la libertad del otro sino más aún en convertir
“mi” verdad (y ni siquiera, sólo lo que es útil “para mi”) en la creencia
obligatoria para los otros. Todo aparato censor es productor de “verdades” que
se imponen, lo que equivale a prohibir a los otros utilizar la inteligencia.
Esto significa privarles del atributo humano más decisivo, deshumanizándoles.
La
censura, empero, es un tosco e ineficiente modo de operar. La defensa de la
libertad de expresión sin restricciones no significa conciliar en lo más mínimo
con el error y la mentira sino comprometerse a luchar contra el uno y la otra
con argumentos y demostraciones en vez de con imposiciones y prohibiciones. A
la larga es incomparablemente más eficaz permitir que el error se exprese
libremente y combatirlo con la verdad que prohibirlo. El bien y la verdad no
pueden imponerse, únicamente aceptarse y escogerse en condiciones de libertad
suficiente, lo que significa que tiene que haber asimismo libertad para sus
contrarios. La coacción, legal o popular, no puede utilizarse para realizar el
triunfo de la verdad, aunque tal vez sí para otorgarle las mismas oportunidades
que al par error-mentira, pues en tales condiciones su victoria es segura,
aunque finita. En general, el mal se impone por compulsión y todo lo que se
impone coercitivamente es el mal, mientras que el bien se elige con el uso del
libre albedrío, que es una combinación de experiencia, pensamiento,
planeamiento y elección, una categoría hiper-compleja y por eso mismo magnífica
para construirnos como personas.
El
uso de la censura denota inseguridad y debilidad, es una prueba de impotencia
argumentativa. Quienes se sienten seguros de la valía de sus formulaciones no
necesitan prohibir pues se saben vencedores en buena lid, en debates libres y decentes,
donde todas las partes tengan la misma capacidad para expresarse y decir[2]. La idea
revolucionaria en esto es hacer que la verdad triunfe a través de un perfeccionamiento
constante de sí misma tanto como de una mejora permanente de quienes con ella
se comprometen y a ella sirven. Considerando además que dos de sus atributos ingénitos
son la imperfección y la finitud no hay que apurarse porque el error y la
mentira existan pues siempre estarán ahí, dado que sobre ellos sólo es posible
alcanzar victorias parciales pero no su completa y definitiva erradicación. Es
así porque no sólo existen fuera, en lo otro en el otro y en los otros, sino
dentro, en el yo…
De
todo ello se concluye la centralidad de la libertad de conciencia. Ser libre
para constituir el propio mundo interior, las creencias, convicciones,
emociones, pulsiones y pasiones que conforman a la persona, es la forma básica
y al mismo tiempo decisiva de libertad. Si no existe padecemos un orden carente
de respeto por el ser humano, y en ese caso falta la libertad política, la
libertad civil y la libertad de acción. Cuando se adoctrina al individuo, como
con tanta contumacia hace el progresismo, se le violenta psíquicamente, se le
degrada desde su condición natural de sujeto, o persona, a criatura incapaz de
pensar por sí misma, que debe recibir los contenidos de su mundo psíquico desde
fuera, desde otros, que piensan por él y en lugar de él.
La
libertad para expresarse únicamente puede tener limitaciones epistemológicas y
morales, no legales, ni policiales ni judiciales. Se necesita asimismo un tipo
de sujeto con la calidad suficiente para exigirse a sí mismo un esfuerzo
permanente por la verdad, con el fin de que ésta sea investigada y pensada
antes de ser expuesta.
Verdad
y libertad son dos valores cardinales. Es verdad que la libertad resulta ser
decisiva y la libertad es la precondición de la verdad. El vigente orden de
dictadura política y económica va contra ambas. La revolución tiene como una de
sus metas el constituir una sociedad de la libertad en la que la verdad se
realice a través del ejercicio inquebrantable del esfuerzo reflexivo y la
controversia honrada, en donde todas las partes tengan la misma capacidad real
para explicarse y llegar a la opinión pública, es decir, posean igual libertad
de expresión. Para ello lo primero es poner fin a la razón de Estado, que es el
enemigo número uno de la verdad y la fuerza primera que milita contra la
libertad. La razón de Estado se acabará cuando se acabe quien la crea, el ente
estatal y su principal derivación, la propiedad concentrada en pocas manos.
La
postverdad es la martingala que ha ingeniado el totalitarismo progresista, que
hoy es la principal y superior expresión política e ideológica del capitalismo,
para continuar imponiendo sus “verdades” en un momento en que la realidad las
refuta, las multitudes las dan la espalda e incluso una parte de las élites del
poder las tienen por inservibles y hasta contraproducentes. No pasará. No
pasarán.
[1]
Cambian los calificativos pero se mantiene el
procedimiento. Con la inquisición los sambenitos fueron “hereje”, “marrano”,
“cismático”, “luterano”, etc. Con Franco se mutaron a “rojo”, “masón”,
“comunista”, “antiespañol”, etc. Hoy el progresismo nos intimida y agrede con
“machista”, “racista”, “homófobo”, “islamófobo”, “fascista”, etc. En todos los
casos se da una endeblez de la parte argumental pues la violencia verbal es
consecuencia y causa de la incapacidad para persuadir. Al ser una ideología del
odio y la coacción, el progresismo y sus concreciones no alcanzan a utilizar
como es debido la inteligencia. De ahí que sus adeptos sufran un proceso de
empequeñecimiento mental bien visible con el paso de los años.
[2]
En las artificiosas controversias entre quienes
tienen el común el 99% del argumentario puede haber libertad igual para todos
pero ésta desaparece en el trato con quienes nos situamos fuera del sistema. Por
eso el poder decide, por ejemplo, quien sale en televisión, quien lo hace a
todas horas y quien no aparece jamás. Y eso ahora, cuando nuestra presencia es
pequeña. Cuando crezca la solución se llamará 1936. Porque Estado y libertad
son incompatibles.
Muy bueno; me gusta lo de las "religiones ideológicas", expresión que utilicé en uno de mis vídeos, en mi canal "Ania V.T.". También soy amiga de Antonio Muñoz. Saludos y... salud. :)
ResponderEliminarEstá muy bien, pero el laísmo ese del final raya mucho.
ResponderEliminarExcelente articulo. Gracias.
ResponderEliminarHay quienes se hacen pasar por anaraquistas y usando una prosa enrevesada y vacia terminan defendiendo todo lo contrario. Cosas veredes!!
ResponderEliminar¡¡Lo de la prosa enrevesada y vacía es verídico, lo juro; eso LO HE VIVIDO!! ¡¡ja,ja,ja,ja,ja,jaaa....!!
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