Se
suele admitir que, originariamente, la Navidad es la celebración del solsticio
de invierno, del Sol Invicto de los romanos, apropiada por la Iglesia desde la
segunda mitad del siglo IV. Esto ayuda a formular la propuesta de su
recuperación en tanto que celebración popular y civil, vale decir, emancipada
de servidumbres y adherencias institucionales, clericales y mercantiles.
Hoy
la Navidad, en tanto que fiesta, agoniza. Es casi exclusivamente una herencia
del pasado maltratada y aviesamente administrada por el poder constituido, en
la que lo popular autoconstruido apenas tiene existencia. Recuperarla demanda,
en primer lugar, repensarla y reinventarla, y sólo secundariamente mantener lo
que fue en el pasado.
Todas
las fiestas populares, así como la categoría misma de fiesta popular, que es
experiencial y actuante, están en liquidación, asunto en que se pone de
manifiesto el temible proceso aculturador que padece Europa, en la que las
instituciones estatales y empresariales han logrado reducir prácticamente a
nada a lo popular, por tanto al pueblo, a la gente común, en todas sus
manifestaciones, entre ellas las festivas. Esto, además, ha conformado una
pseudo-fiesta aburrida y deprimente, a menudo hórrida e intragable, que
contribuye a la desolación universal en que se han convertido nuestras vidas en
“la sociedad perfecta y completa”, la actual...
Empecemos
la recuperación de la fiesta como quehacer del pueblo, de los pueblos,
estableciendo el axioma de que es necesaria, imprescindible. Los seres humanos
necesitan de diversión y alegría, de entretenimiento y recreación, para sobrellevar
los sinsabores y dolores inherentes a la existencia, y más aún para reencontrarse
en el ámbito de lo lúdico con sus semejantes, reafirmando también así los lazos
de convivencia, afecto, hermandad, compartir y vida en común.
En
mi libro “Naturaleza, ruralidad y
civilización” dedico un apartado al estudio ateórico de esto, cuyo título
es “Reflexiones sobre la fiesta popular
de la sociedad rural tradicional”, que para muchos de sus lectores y
lectoras es el capítulo más apreciado. Expongo que la fiesta popular es la que
hace el pueblo de manera autónoma y soberana, de forma autoconstruida y autogestionada,
en la que él es actor y no espectador, creador y no consumidor, elemento activo
y no criatura adoctrinada, donde lo institucional o no existe o es mínimo, y
dónde lo decisivo es la convivencia y la relación, siendo lo demás
complementario.
La
alegría, el goce, el ardor y la emoción vienen, en la fiesta popular, de la eficacia
convivencial, de la fusión interpersonal, del deseo y gusto por estar juntos,
del apreciarse, quererse y sentirse parte de un grupo humano estructurado por
el impulso afectuoso polimorfo y multidireccional. La fiesta sustentada en el
conflicto y en desamor, o meramente en la indiferencia, el solipsismo y la
frialdad emocional, es una aberración, un fastidio lúgubre que únicamente puede
mantenerse con estímulos externos indeseables, el abuso del alcohol, las
drogas, etc.
Ciertamente,
los seres nada intencionadamente producidos en serie por el actual régimen de
dictadura, como expongo en mi libro “Crisis
y utopía en el siglo XXI”, en su existencia nadificada, no son capaces de solazarse
y disfrutar, no consiguen sentir la alegría de la diversión auténtica, natural.
Del mismo modo que no saben pensar, no saben trabajar, no saben convivir y no
saben autogobernarse tampoco saben divertirse. Por eso son criaturas tristes y fúnebres,
ajenas al júbilo y al entusiasmo, al contento y a la risa, meros habitantes de Tristania,
la vigente sociedad de la depresión, la amargura, la desolación, el odio, el
conflicto interpersonal y la desesperanza. Mientras la fiesta sea comprada en el
mercado (o producida por el Estado, en tanto que “circo” del “pan y circo”) y
no autoconstruida, mientras el sujeto sea en ella mero espectador y no actor
comunal, y mientras se considere que lo esencial son las cosas o sus
equivalente (música, alcohol, etc.) y no los seres humanos, será imposible recuperar
el bureo, la jarana, la broma y el regocijo en toda su potencia emocional, en
la plenitud de su grandeza y sublimidad.
La
Navidad es la fiesta convivencial por excelencia, y su recuperación ha de
empezar por ahí. El primer paso para deleitarse y disfrutar de ella es empezar
por destinar un tiempo a la introspección, en silencio y soledad, a fin de
determinar qué fallos y faltas hemos tenido en la relación con los otros en los
meses precedentes, en qué hemos faltado, ofendido y humillado a otros, o si hemos
sido fríos de corazón, indiferentes, intolerantes, impositivos, descorteses,
faltos de generosidad, tristes, hipercríticos, aburridos, virulentos, egocéntricos
o interesados con nuestro iguales.
Puesto
que la alegría resulta del amor mutuo lo primero es restaurar el afecto de unos
a otros. La fiesta o es fiesta convivencial autoconstruida o no es.
De
ese autoexamen ha de salir una alteración mejorante de la propia conducta, que
se sustente, sobre todo, en localizar cuándo hemos realizado bien la
convivencia con los iguales, para afirmar nuestra positividad, ampliando y si
es posible elevando a un nivel superior la propia actividad relacional y
afectuosa. Porque la meta es consolidar lo positivo y corregir lo negativo, por
ese orden.
Se
trata de demandar excusas a quienes hayamos tratado mal y de olvidar el
maltrato recibido, de comprometerse con uno mismo a considerar de un modo
nuevo, efusivo y reconciliador, a las personas con las que estemos enfrentados
y de elevar la existencia comunitaria a grados crecientes de pasión unitiva,
emoción relacional y euforia lúdica. Alcanzado este estadio se ha establecido
la piedra angular, la precondición necesaria, de la diversión y el regocijo, de
la fiesta y el jolgorio.
La
Navidad es el momento de disentir, en el pensamiento y la palabra pero sobre
todo con la propia conducta, del apotegma clásico que propone como metas
axiológico-morales a la persona, “iluminar
la inteligencia, avivar el sentimiento y fortificar la voluntad”. El yerro
está en que ignora la convivencia. No basta con la inteligencia, la
sensibilidad y la voluntad, pues de ahí emerge un sujeto mal construido,
mutilado, por no-desarrollo de la parte afectiva y relacional. Un individuo
inhábil, entre muchas otras actividades decisivas, para la fiesta. La fusión de
lo reflexivo, lo emotivo, lo volitivo y lo convivencial es una revolución axiológica.
Así
pues, la Navidad es tiempo de reconciliación y afectuosidad, de impulsividad emotiva
e intensidad relacional, de ruptura de las barreras que separan a los seres
humanos. De ella ha de emerger una conducta nueva, en cada una y cada uno, cuya
esencia es la amistad, el compañerismo, la vecindad, la comunalidad, la
cortesía, la fusión psíquica y vivencial, el ir desde el yo al nosotros sin
dejar de ser yo, uno mismo.
Atendiendo
a lo complementario diré que en estas fechas suelo escuchar a Juan del Encina
(1468-1529) entre los músicos del pasado, lo que hago desde hace muchos años,
valiéndome de la “Obra musical completa
de Juan del Enzina”. A este autor se le atribuye la admisión del
villancico, en tanto que creación popular, en la música culta, si bien en ese
tiempo tal denominación no se reducía, como hoy, a piezas específicamente
navideñas. Me agrada, así mismo, oír el repertorio musical recogido en la
compilación, de 1992, “Las Cuadrillas de
Murcia”, con tres CD, un colosal regalo, inmerecido, de su director, mi
amigo Manolo Luna, que nunca sabré como corresponder. A ello añado la colección
de música popular vasca recogida por Alan Lomax en los años 50 del siglo
pasado, editada en dos CD, uno dedicado a Navarra y el otro a Gipuzkoa y
Vizcaya, formando parte de “The Alan
Lomax Collection”. Ciertamente, todo ello es en gran medida pasado, por
desgracia, lo que nos llama a reconstruir, recrear y reinventar la música
popular, conforme a las condiciones del siglo XXI.
La fiesta popular es, además, comensalidad. Tomar productos sencillos,
cocinados por uno mismo y en cantidades razonables, sin excesos y sin
despilfarrar, es parte necesaria de la fiesta. Lo mismo la bebida. Ingerir
moderadamente fermentados, vino, sidra o cerveza, o incluso dar un tiento a
alguna copita de licor, es bueno, siempre que se haga con autocontrol y
contención. Lo cierto es que la fiesta convivencial, por su magnificencia inmanente,
impide los excesos etílicos, pues los participantes extraen de los otros, de
sus palabras, presencia, risas, miradas, movimiento de manos, intervenciones
musicales, chistes y dichos ingeniosos y jocosos, una satisfacción psíquica tan
enorme que no necesitan del estímulo de la bebida. Si se abusa de ésta es
porque la fiesta está mal planteada, o porque el sujeto que se degrada con el alcohol
necesita autoconstruirse emocional y relacionalmente.
Así pues, amigas y amigos, os deseo una
excelente Navidad. Lo dicho, no dejéis que el desamor os haga tristes y
depresivos, aferraros a la convivencia y exultar vitalmente desde ella. Que la inocencia,
la energía, la hermandad, el buen humor, el amor a la vida, la voluntad de
bien, el espíritu de servicio, la afección a la revolución integral y la alegría
en actos os guíen.
Magnífico Félix, que gran cura hubieras sido removiendo conciencias, tu iglesia hubiera estado siempre llena. Grandes tus consejos.
ResponderEliminarJuan del Encina, me ha emocionado hasta el punto de que me ha hecho llorar.
Me he quedado prendado d'aquesta canción.
https://www.youtube.com/watch?v=0wKs1UKDIbg ¡Ay triste que vengo !
http://www.accento.es/COMUNES/DESCARGAS/partituras%20y%20midi/CAT000/CAT00075/LET00075.pdf
Este otro enlace para entender la letra
Fata la Parte también muy Buena
Hoy me siento más español si cabe.
¡FELIZ NAVIDAD A TODOS!