Vivimos tiempos de elitismo, de desprecio por lo
popular. No proviene de la aristocracia de sangre sino del progresismo, que es
la actual neo-casta chic y selecta. Ésta, vanguardista en todo menos en su
aptitud para crear una nueva cultura social, está realizando una de las mayores
agresiones a las clases populares de la historia. Sobre éstas acumula los
improperios, las imputaciones, las palabras gruesas, el vilipendio, los
sambenitos, la mofa. La gente común y corriente, según el progresismo, es una
infra-humanidad a la que hay que gobernar con mano de hierro, dado su
propensión a desmandarse. Cuando lo hace, indica, se torna populista, se bandea
hacia la extrema derecha, se separa del camino por el que, según aquella esclarecida
minoría siempre justa y benéfica, tiene que transitar.
La persona común es,
señalan, “reaccionaría”. No sigue las Luces de las elites progresistas, no se
deja guiar por la Ilustración de quienes saben mejor que ella misma lo que la
conviene. Esto tiene fuera de sí a la progresía, a la minoría mandante
supuestamente cultivada y exquisita, en realidad de una incultura y
superficialidad descomunales. Las celebridades de la industria del ocio, los
profesores, los jerarcas de los monopolios mediáticos, los prebostes
contraculturales institucionalizados, los activistas de nómina, la izquierda
caviar y otras cofradías más o menos fachendosas están a la ofensiva, una vez
que han constatado que pueden perder el monopolio del mandar y el imponer, del
succionar y el embolsarse, tantos años disfrutado.
En ello no hay nada
nuevo. Los “filósofos” dieciochescos repudiaban al pueblo, para ellos mera masa
“supersticiosa”. Los liberales decimonónicos les tenían por populacho a tratar,
literalmente, a baquetazos. Las vanguardias artísticas no poseían más meta que
mofarse de la plebe con sus quisicosas pseudo-artísticas. El marxismo
desarrolló la teoría de la vanguardia política, para fiscalizar a un
proletariado al que se tenía por cabalmente inculto, esto es, sin nada de
sapiencia ni conocimientos ni vida vivida. El anarquismo lo esperaba todo de un
aleccionamiento popular ilimitado en sus teorías y dogmas. Durante la guerra
civil, cuando la sabiduría y cultura popular todavía era mucha, la izquierda
republicana, marxista y anarquista conceptuó a la gente común como “masas”, una
mixtura de rebaño y parvulario. En ese tiempo la izquierda “educaba” y “dirigía”
al pueblo pero se negaba a ser educada por él. El movimiento de las nociones
básicas y las ideas motrices era unidireccional.
Hoy, la sabiduría
popular, en sus dos manifestaciones, de la comunidad popular y del individuo,
esta dramáticamente disminuida y corrompida. Hubo un tiempo en que estuvo al
mismo nivel, e incluso por delante en determinados asuntos, que la sapiencia culta
o erudita. El siglo XVIII, con el movimiento Ilustrado, fue el inicio de su
preterición. El XIX conoció una ofensiva formidable contra la sabiduría
popular, a partir de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. El XX fue
más de lo mismo, con tres momento intensamente aculturadores, la II república
burguesa, el franquismo y el régimen parlamentarista que organiza la
Constitución vigente, de 1978. Hoy muy poco sobrevive. La expansión monstruosa
del sistema educativo estatal/privado, el adoctrinamiento incesante de los
medios de comunicación, la industria del entretenimiento y la murga omnipresente
de los partidos políticos hacen que el individuo sea, en lo mental y anímico,
construido casi totalmente desde fuera. Hoy el yo es, en lo esencial, un no-yo. Por
tanto, un ser-nada, pues el sujeto se hace en el acto de hacerse y se queda sin
hacer cuando es construido desde fuera
Ciertamente, la cultura
popular, incluso la mejor, es insuficiente. Hay que acudir a la cultura
erudita, realizando la fusión de ambas en sí mismo y en la realidad social.
Pero ahora ambas culturas están en trance de liquidación, no siendo valoradas
ni difundidas ni mucho menos recreadas y creadas conforme a las nuevas
circunstancias. Esto es una catástrofe cultural. Recuperar ambas es una tarea
revolucionaria, ímproba sin duda pero imprescindible.
Recobrar la cultura
popular es, en efecto, imprescindible. En lo individual, la persona ha de
construirse el hábito de aprender de la propia experiencia, la suya y la de sus
iguales, de utilizar las facultades reflexivas de que le ha dotado la
naturaleza, para alcanzar un saber auténtico, propio, por si e independiente. Un
saber experiencial, ateórico, que se fundamenta en la vida efectiva, en la
praxis integral de la persona, en lo que ha probado, padecido, gozado y
experimentado. En oposición al chorro inextinguible de la sinrazón y el
desvarío que se manifiesta en el sistema educativo, en particular en el
universitario, hay que afirmar el saber en tanto que conocimiento de lo real
vivido, no del charlatanismo profesoral, a la fuerza engullido para pasar
exámenes y más exámenes.
Eso significa, también,
que hay que compartir de vida de la gente común, apreciando sus saberes y
conocimiento, su sentido de la justicia, su vitalidad y voluntad de vivir, su
alegría. Aunque todo ello está hoy, como se ha dicho, extremadamente
disminuido, es mejor que la bazofia progresista, selecta y elitista que se
ofrece como el lugar ideal para las personalidades “inquietas” e “inconformistas”,
donde se puede tener una “vida auténtica”. Quien se dirige al gueto progresista
se hace parte de las élites del poder, un opresor y explotador entre otros.
Todo gueto, toda secta, lo es potencialmente o de facto. Claro que al compartir
de la vida del pueblo se ha de operar selectivamente, compartiendo lo positivo
y no todo, no lo negativo (que es mucho), pero manteniéndose junto a él y con
él, estableciendo una relación de afecto y amor.
El pueblo, con todos sus
numerosos y enormes defectos, es el sujeto revolucionario, al conformar la
comunidad de los sin poder, de los dominados. Para ello, para poder operar
efectivamente como tal sujeto, debe pasar de aculturado a autoculturado, tarea
que requerirá todo un tiempo del presente y el futuro. Pero los guetos, las
vanguardias, las minorías ilustradas, no son otra cosa que retazos del poder
constituido, hoy ingratas caricaturas del despotismo, la codicia, el hedonismo,
la intolerancia y la ignorancia. Una lúgubre jungla transitada por los que
quieren poder. Y dinero.