El hedonismo, la ideología del placer zoológico individual, ha sido el
fundamento psíquico de la sociedad de consumo con Estado de bienestar, o Estado
otorgante de felicidad del estómago a la plebe. Es la compensación por padecer
los horrores del trabajo asalariado. El hedonismo se manifiesta como una
ideología para la disfunción global del ser humano, que en su expansión -dirigida
desde el poder- arrasa los valores, destruye la ética y tritura a la persona en
lo que tiene de superior, la vida espiritual.
Los estados de angustia
crónica, de depresión recurrente, de desgana existencial, de no encontrar
sentido a la vida, de ir desde una enfermedad psíquico-física a otra, son consecuencia
de ello. Cuando se fuerza al ser
humano a una existencia antinatural y se mutila su vida espiritual (reflexiva,
emotiva, volitiva y sensitiva) para hacerle hiper-sometido al poder constituido
e hiper-productivo en tanto que mano de obra, es comprensible que la situación
sea como es y empeore como está empeorando.
El fundamento económico
de Europa, al estar cambiando por causa de su crisis global, de su pérdida
acelerada de poder y presencia mundial, cambia la ideología dominante. Ya hoy
el hedonismo y su similar, el eudemonismo (la felicidad individual egoísta como
meta), están en retirada. Lo que se aproxima va a dejar poco espacio a tales disvalores.
La juventud sabe, o intuye, que su existencia va a ser diferente de la de sus
padres, con bastante menos consumo, condiciones de trabajo más precarias y
reducidos derechos sociales. La transición de la sociedad de consumo a la sociedad
de escasez marcará la vida de las clases populares en los próximos decenios.
Eso incluye, para el
poder, la necesidad de reformular y hasta cierto punto romper con el sistema de
ideas que ha prevalecido hasta ahora. No con todo, no con la prohibición de pensar
por uno mismo, el servilismo hacia los poderosos, el odio hacia los iguales, la
sustitución de la convivencia por el gregarismo asocial, el egocentrismo
patológico o la cobardía y debilidad personales. Pero sí, al menos
parcialmente, ha de romper con la retórica y la práctica del placerismo, la
frivolidad e irresponsabilidad, la depredación consumista, la delegación de los
propios deberes cívicos en las instituciones, el optimismo de orates y la fe en
la doctrina del progreso.
Todo momento de cambio
forzoso crea una situación de debilidad relativa del poder constituido, en lo
ideológico tanto como en lo político. Cambiar tiene cuatro momentos, uno de
destrucción sistémica o parcial de lo precedente, otro de construcción, un
tercero de ajuste de lo hecho y un cuarto de consolidación. Los tres primeros
son azarosos y embrollados, particularmente en condiciones materiales
difíciles, de manera que no hay estabilidad y plenitud hasta acceder al cuarto
momento. Por eso, es posible valerse de ese estado de debilidad ideológica relativa
del poder constituido, que ya es perceptible y que irá a más en los próximos
años, para minar sus fundamentos y, más aún, para formular y expandir por toda
la sociedad una nueva cosmovisión sobre la vida anímica del ser humano.
Para empezar, vamos a
establecer la línea divisoria con el actual orden, afirmando que lo espiritual
es decisivo, por delante de las condiciones materiales. La libertad, social e
individual, ha de estar, como meta, antes que el bienestar. Un orden apoyado en
valores y en la moralidad es cualitativamente superior al actual, que se
sustenta en el ansia de poder, la codicia y el hedonismo. El politicismo, la
interpretación que tiene a la política como el todo en la mejora de la
sociedad, es un desatino e incluso una aberración, al excluir la parte
no-política, inmaterial y espiritual, de la existencia. Su formulación y promoción
es componente decisiva del proyecto de revolución total.
Es comprensible que
cuando la sociedad consumista-hedonista se está tornando poco viable suceda lo
mismo con su sistema de creencias. Pero hay más. La crisis ideológica del orden
constituido abarca otros muchos asuntos. Fijemos la mirada en la decadencia del
sistema educativo, en particular de la universidad. Ésta, que hasta hace muy
poco disfrutaba de un prestigio indudable, hoy conoce un desmerecimiento casi
universal, y creciente. Al mismo tiempo, dentro de la universidad existe una
minoría, muy reducida en lo numérico pero muy valiosa en lo cualitativo, que
manifiesta desazón con el uso instrumental del saber y de las prácticas
educativas. Son quienes se atreven a sostener la importancia de la verdad en sí
y por sí, se resisten a sumarse a la inmensa tropa de los aleccionadores y
producen trabajos intelectuales de calidad. Quienes así actúan, sean o no
conscientes de ello por el momento, son fuerzas en pro de la revolución
integral. Algo similar puede decirse del
poder mediático, uno de los grandes poderes ilegítimos. Con todo, falta un
análisis más completo de qué función tiene la verdad en nuestro tiempo, y cómo
ha de ser determinada y servida, del mismo modo que falta un proyecto
pedagógico integral. Faltan, pero ahora pueden hacerse.
Reconstruir la trama reflexiva,
informativa, ideológica y espiritual de la sociedad, transcendiendo el ansia de
poder, la codicia y el placerismo, demanda escoger los grandes valores, que son
metas y fines estratégicos: la verdad, la libertad, el bien moral, la
convivencia (amor), la virtud y la responsabilidad. La caducidad de los
disvalores del sistema (ocasionada sobre todo por su propia deriva declinante, por
el desgaste de aquéllos tras medio siglo de frenético uso y por la acción
creativa que estamos realizando), que ya está abierta, va a permitir efectuar debates
sociales de alto nivel sobre las más decisivas cuestiones de la vida del
espíritu en los años próximos. Ahí los partidarios de la idea/ideal de
revolución integral tenemos mucho que aportar.
El sistema de dominación
europeo hoy está confuso, hasta cierto punto, sobre qué disvalores e ideologías
promover, por causa de la incertidumbre de su futuro. Esa situación de relativa
indefinición es excelente para el proyecto de relanzar una espiritualidad
meramente natural, en la que puedan coincidir no-creyentes y creyentes, sin
dogmatismos ni exclusiones, sobre la base de algunas cuestiones sustanciales,
que se desprendan de lo que el ser humano es en tanto que tal, previamente a
todas las creencias y a todas las doctrinas. Es la espiritualidad natural.
Uno de los mayores extravíos
de la sociedad actual es que carece de una concepción sobre el sujeto y acerca
de su construcción que vaya más allá de hacer de él un mero efecto y resultante,
una criatura del sistema educativo, estatal o estatal-empresarial, de los
poderes mediáticos y de las estructuras de dominación, en primer lugar el
salariado. El sujeto hoy es una construcción del poder y no quien se hace a sí
mismo, por decisión y elección. Devolver a la persona la soberanía sobre sí,
hacer de ella hechura de sí misma (como individuo y como ser social, en
cooperación con sus iguales), es una de las tareas más revolucionarias de la
hora presente.
Lo dicho pone sobre la
mesa, aunque sólo sea de manera tendencial, dos cuestiones. Una es la
reflexión, social y personal, de qué orden axiológico es el deseable,
sustentado en qué valores, adherido a qué interpretación de la moralidad, para
alcanzar qué metas inmateriales. La otra es la cuestión del sujeto. La
soberanía y autonomía de la persona, asentada en las nociones naturales de
libertad con responsabilidad, libertad con virtud, libertad para el bien, libertad
con esfuerzo, libertad desde el amor y libertad con convivencialidad, lo que
lleva a la categoría básica, la de libertad de conciencia, o libertad para
autoconstruirse, libertad para escogerse y ser.
Existe la espiritualidad
y la falsa espiritualidad. Hay una preocupación sincera, más o menos acertada,
por la realización anímica, y a su lado prospera el supermercado espiritual,
con sus negocios, sus gurús y sus sectas. Se supone, desde los años 60 del
siglo pasado, que Oriente es “espiritual” y Occidente “material”, por lo que
hay que inclinarse ante el primero y vituperar al segundo, sin entrar a evaluar
los respectivos méritos y deméritos. Detrás de ello bullen muchas cuestiones
sospechosas, en primer lugar una ofensiva, por motivos de dominación política y
de nulificación, contra los componentes positivos de la cultura occidental y de
los pueblos europeos, precisamente porque en su seno está la noción de la
libertad de la persona y de la sociedad, de virtud personal y virtud cívica, de
vida comunitaria compartiéndolo todo, de autogobierno político y autogobierno
del yo por el yo en colectividad. Eso sin olvidar el rasgo distintivo y
diferenciador de la cultura occidental genuina, la valoración máxima de la
mujer. Ésta es la principal perdedora de la retirada y crisis de aquélla.
Hoy, el poder económico
y el poder político en Occidente se han concentrado tantísimo que ya no puede ni
quiere manejarse con los elementos culturales propios. Para dar el salto a una
tiranía total, para construir un mega-poder planetario, el complejo
estatal-empresarial occidental, asombrosamente recrecido en los últimos
cuarenta años, necesita liquidar lo positivo de la herencia cultural
occidental. Esto no es nuevo. Ya ha pasado, al menos, un par de veces
anteriormente. Roma se fue volviendo contra su propia cultura desde que se
instauró el imperio, en el siglo I, o sea, una dictadura
estatal-paternalista-homicida en progresión. La cultura pagana griega y romana
fue luego acogida y amparada por el monacato cristiano revolucionario (a partir
de su formación, en el siglo IV), que salvó sus textos en los monasterios
populares. Una segunda experiencia es la del Estado visigodo hispano que, al
considerar en peligro su horripilante dictadura, a comienzos del siglo VIII,
por el avance de la revolución altomedieval, se entregó al Islam, que llegó
como pavorosa fuerza de policía y represión, para realizar una
contra-revolución exitosa, en el año 711, de la mano de los herederos del rey
godo Witiza, el ala mayoritaria del Estado. Fue una operación similar a la realizada por
Franco 1225 años después, quien impuso un régimen fascista gracias al decisivo
apoyo del clero islámico norteafricano.
Hoy nos encontramos en
una situación similar a las descritas. Podría decirse que los valores positivos
(aunque sí los negativos, con la advertencia de que éstos, extraídos y
concentrados, ya no son cultura occidental) propios de aquélla no pueden
mantenerse cuando la concentración del poder político y el poder económico
supera un determinado nivel. En ese caso sólo el pueblo, los sin poder, pueden mantenerlos
y desarrollarlos.
En los años 60 se hizo moda
el orientalismo, casi todo él supuestamente anti-occidental. Sin hacer
distinciones entre lo positivo y negativo en la cultura occidental ni en la
oriental, tuvo lugar un flujo de “espiritualidad”. Consistió, sobre todo, en
poses más o menos teatralizadas y en superficialidad, apostándolo todo al
bienestar personal egotista, al anhelo de relajación interior con indiferencia
hacia el destino del mundo y a la adhesión a un afán imposible por metafísico, la
superación de todas las contradicciones. El dominio de los gurús, los atentados
a la libertad personal, graves a menudo, y la naturaleza mercantil de buena
parte de tales “maestros espirituales”
no fue óbice para que llegase a ser un fenómeno de masas en Europa.
Era, y es, una
“espiritualidad” peculiar, sin ética, ni social ni personal, sin valores ni
contenidos axiológicos, dirigida a reafirmar lo que estaba siendo promovido por
el sistema, la búsqueda de la felicidad del ego, supuestamente “apolítica” y evidentemente
asocial. Al fragmentar al ser humano, negando su totalidad, y al reducirse a
técnicas de relajación de la mente, no cuestiona los principales factores
estructurales causantes de tensión emocional y dolor psíquico, en primer lugar
el trabajo asalariado pero también la vida en las ciudades, el egotismo asocial,
el desplome de la convivencia por colapso de la vida colectiva, la manipulación
del Estado de bienestar, la conversión del ser humano en ser nada y un largo
etcétera.
El tiempo va erosionando
la hegemonía de esa dudosa espiritualidad. Veamos un caso. El conocido gurú y
yogui, Ramiro A. Calle, autor de numerosos libros, entre otros “Dividendos para el alma. Cómo ser un
ejecutivo eficaz y mejor persona”, “Mística
oriental para occidentales. La esencia de una espiritualidad milenaria”, tiene
uno especialmente iluminador, “Ingeniería
emocional”, con Prólogo de Rodrigo Rato, uno de los jefes de la derecha, íntimo
de Manuel Fraga, José María Aznar y Mariano Rajoy, enfangado en el desfalco de Bankia.
Dicho paladín de la “espiritualidad oriental” está a la fecha pendiente de
juicio por cuatro delitos financieros… Nótese lo expresivo de los títulos, que dicen
bastante sobre qué es tal ideología y a quién sirve.
No hay espiritualidad en
los negocios, el dinero, el capitalismo, el Estado. La espiritualidad verdadera
es un movimiento libre y autodeterminado de la persona hacia el desinterés y la
magnanimidad, hacia la verdad que resulta del uso de la inteligencia, hacia la
desnudez material, el servicio a las grandes causas, la autoconstrucción del yo,
la libertad de conciencia y el amor hacia sus iguales, con rechazo del poder
político y de la riqueza material. La supuesta espiritualidad que sirve al
capitalismo occidental y oriental, convirtiendo al individuo en ejecutor
“eficaz” es meramente una artimaña del poder. No es casual que uno de los más
importantes diarios de la burguesía tenga un suplemento de fin de semana que se
titula “Zen”. Por el contrario, la
revolución es espiritualidad consecuente, porque se sustenta en el impulso de
las fuerzas de la conciencia para construir el bien y la virtud como logro
social-personal.
La transformación
revolucionaria de la sociedad ha de hacerse a escala planetaria, pues estamos
en los tiempos de la mundialización (o globalización), por lo que ha de tener
al universalismo como criterio organizador. No puede, ni debe, efectuarse sobre
la base de los componentes aceptables de la cultura occidental, pues cada
pueblo del mundo tiene su cultura, con la correspondiente carga de elementos
positivos a desarrollar y negativos a descartar. Los pueblos de Europa no
pueden dejarse aculturar, no pueden quedar confinados en el autoodio y aceptar
que lo positivo de su herencia cultural sea destruido. Eso por un lado, por
otro, en sus relaciones con el resto del mundo, relaciones de igualdad y no de vergüenza
de sí o subordinación masoquista, han de valerse de una concepción simplemente
natural de los valores y la ética, para lograr un entendimiento y efectuar una
revolución planetaria, sobre la base de unos acuerdos mínimos potencialmente aceptables
para todos[1].
Esta es una de las exigencias de la mundialización política y económica en
curso, un reto que tenemos que aceptar y superar.
Debemos alegrarnos de vivir
en un tiempo que cierto espurio espiritualismo está en retirada. Esto ha de
servir, también, para que quienes practican de corazón formas foráneas de espiritualidad
auténtica, una minoría reducida pero respetable e imprescindible, entiendan que
sin revolución no puede haber avances del espíritu, porque el ser humano es
uno, y si la política pura no es solución tampoco lo es la espiritualidad pura.
Necesitamos de un conjunto organizado, de un bloque integrador de la totalidad
de lo humano, para que los valores y exigencias de la conciencia y la
inteligencia se realicen. El ser humano o es concebido como un todo, de manera
integral, o resulta mutilado. El tiempo del faso espiritualismo ha pasado.
Ahora llega el momento del auténtico.
Estamos en una época estupenda,
en la que temibles construcciones teoréticas e ideológicas, que desde hace
mucho han confundido y dañado, además de atormentado, a las personas más
generosas y entregadas, se están desmoronando, refutadas por la realidad, que
es la forma más contundente de hacerlo. Se derrumban las teorías, caen echas
pedazos las doctrinas, se vienen a tierras los dogmatismos, naufragan las fes
fanáticas, son refutadas por la experiencia misma las teoréticas esclavizadoras
de las mentes. Y eso en un tiempo en que las contradicciones de lo real y los
conflictos de la base material se hacen más enconados. Y en que nosotros
tenemos algunas aportaciones que hacer. Esos tres factores establecen
condiciones apropiadas para una revolución de la conciencia, para un ascenso
del pensamiento emancipador, que sólo puede serlo si tiene a la verdad
concreta-finita como sustento. Tenemos que crear verdades para nuestro tiempo,
que surjan de la realidad y soporten airosamente el escrutinio de la
experiencia. Verdades experienciales, con las que guiar nuestro obrar.
Ese modo risueño de
considerar la situación no niega, antes al contrario, que tan concluyentes
cambios se están dando en el tiempo de la historia, no en el de la vida humana,
observación que sirve para templar impaciencias, desmovilizadoras a largo plazo.
Son ciclos largos de desenvolvimiento de la humanidad, que incluyen periodos de
destrucción acelerada de lo viejo y caduco para abrir camino a lo posible pero
no a lo necesario o inexorable. A una revolución espiritual.
En tiempos de antinomias y luchas de opuestos, necesitamos
de la filosofía. Para lograr que nuestra mente opere de forma más ajustada a la
experiencia y más rigurosa, la filosofía nos es necesaria. Tenemos que
ocuparnos de ella, en su expresión más incardinada en la realidad, siempre
contradictoria, fluida, inextricable y, por ello, viva y fértil. Para
comprender nuestro mundo en su presente-futuro, tan distinto a otros momentos
de la humanidad, y para entender mejor a sus actores, las generaciones jóvenes,
necesitamos de la dialéctica. La naturaleza contradictoria y bipartida de
nuestra época, con amenazas tremendas por un lado (la primera de todas la
liquidación definitiva de lo humano) y enormes posibilidades por otro (el
lograr avances sustantivos por el camino de la revolución), exigen del
pensamiento complejo.
En resumen, los cambios
que se aproximan pueden ser considerados con temor y ansiedad, y hay motivos para
ello. Pero es más apropiado tenerlos como una oportunidad para realizar avances
colosales en el desarrollo de formas nuevas y revolucionarias de la conciencia.
[1]
La noción de que los fundamentos de una nueva sociedad y un nuevo ser humano
han de surgir de considerar a la persona como es de manera natural, tal y como
ha sido hecho por la naturaleza y por la historia, se desarrolla en “Principios naturales de la moral, de la
política y de la legislación”, de Francisco Martínez Marina. La obra,
escrita hacia los años 30 del siglo XIX no pudo ser publicada hasta un siglo
después, debido a que todos, carlistas y liberales, reaccionarios y
progresistas, se oponían a ella. No quiero decir que sus contenidos sean hoy
aceptables tal cual, únicamente se trata de aprehender su formulación
epistemológica básica.
la palabra correcta en el tercer párrafo sería Eudemonismo o sería eudonismo?
ResponderEliminarSe habla de la necesidad del Estado y en general del poder de reformular y "romper con el sistema de ideas que ha prevalecido hasta ahora".
ResponderEliminarNo creo que lo necesite en cuanto que ya disponen de sus herramientas, un cuerpo doctrinario básico: el Nacionalismo, el Fascismo, y su motivación espiritual, la Religión. El valle de lágrimas.
Bien sea en Forma de teocracias, Corporatocracias, dictaduras militares o Estados Autoritarios, la subyugación del sujeto en nombre del sacrificio puede soportar guerras, hambrunas, torturas y humillaciones más allá de lo humanamente posible.
La globalización retrocede, los beneficios decaen y los poderes van seguir manteniendo tanto el flujo de migrantes como las tensiones ente poblaciones para evitar que nos unamos. De nuevo nacionalismo, racismo, sexismo y religión son las herramientas que usaran para separarnos y evitar que todos luchemos como uno.
Salud!