miércoles, 26 de agosto de 2015

“LOS ORÍGENES DE LA INTERVENCIÓN ESTATAL EN LOS PROBLEMAS SOCIALES”. Manuel Herrera Gómez - 1999

        Este libro investiga los diversos proyectos y realizaciones parciales de los autores e instituciones de la Ilustración, en el siglo XVIII, que son definitivamente ejecutados en la centuria siguiente por el liberalismo, en el marco de la Constitución de 1812 y sus continuadoras, hasta hoy.

         Sobre la pobreza los ilustrados preconizan la sustitución de la caridad, eclesiástica y privada, por la beneficencia, o asistencia estatal a los menesterosos. Herrera compendia lo que formulan Bernardo Ward, José Campillo, Campomanes, Jovellanos y alguna de las Sociedades Económicas de Amigos del País. A continuación explora el enfoque programático de las Cortes de Cádiz, que culminaría en la Ley de Beneficencia de 1822, promulgada en el sangriento Trienio Liberal, o Constitucional, (1821-1823).

         En la educación, considerando la enseñanza primaria, secundaria y universitaria, el libro escruta el pensamiento de los ilustrados españoles, Feijoo, Sarmiento, Isla, Hervás, Saavedra Fajardo (aunque éste difícilmente puede ser considerado integrante de la Ilustración), Mayans, Jovellanos y otros. Examina también la intervención estatal en materia educativa durante el siglo XVIII y escudriña lo realizado por las Cortes de Cádiz, que califica con la frase “el Estado como motor de la reforma de la Enseñanza”. Destina un subcapítulo a la “educación de la Mujer”, lo que muestra el interés que el ente estatal ha tenido y tiene por lograr el dominio ideológico de las féminas.

         Se adentra luego en la investigación de la sanidad, exponiendo cuál fue la legislación sanitaria estatal promulgada en Cádiz sobre salud, medicina y cirugía, primando el análisis de las Bases para el Proyecto de Reglamento General sobre la Salud Pública. Constata que en nombre de la salud se realiza por el liberalismo una “política restrictiva de las libertades individuales”, deteniéndose en el cotejo del Proyecto de Código Sanitario de 1822, entre otros textos normativos de la época.

         La conclusión es que el libro de Herrera confirma lo ya conocido, que la revolución liberal fue, ante todo, un descomunal incremento del aparato estatal[1]. Aquélla se marca como meta primera dominar, someter y sobreoprimir de la forma más completa a las clases populares. Éstas son forzadas a abandonar los sistemas autogestionados para trabajar y producir, evitar la pobreza, autoeducarse, conservar la salud, etc., a fin de dejar sitio a los nuevos procedimientos, dirigistas, paternalistas y autoritarios, esto es, estatales, caros e ineficientes además. En efecto, en el siglo XIX hubo mucha más pobreza, epidemias y analfabetismo que en el precedente, por causa del intervencionismo estatal y del ascenso del capitalismo, propiciado por aquél.

         Hasta el momento no hay apenas estudios sistemáticos sobre la vida de las gentes del común con anterioridad a la revolución liberal y constitucional que investiguen sus sistemas concretos de satisfacción de las necesidades básicas a través de la ayuda mutua, asistencia vecinal, apoyo de unos a otros, solidaridad de oficios, trabajo en común, cooperación horizontal, intercambio equitativo de servicios, reciprocidad interpersonal, abnegación universal, respaldo intergeneracional, desautorización moral del egotismo, voluntad personal de servir y otros equivalentes. Los textos institucionales ocultan esta parte, decisiva, de la realidad social del pasado para promover torticeramente su monomanía, que el pueblo no ha sido ni es ni será nunca capaz de autogobernarse, por lo que ha de ser gobernado por el ente estatal.

         El libro no entra en el examen de los otros componentes de la revolución liberal, de los que se citarán los siete más importantes: crecimiento en flecha del aparato militar, expansión patológica de los cuerpos policiales, aumento de los tributos a satisfacer por las clases modestas, inflación de altos funcionarios, auge de los mecanismos destinados al adoctrinamiento, instauración de instituciones políticas para la negación de facto de la soberanía popular (el parlamento y los partidos políticos en primer lugar) y desarrollo a la sombra del Estado del capitalismo, en tanto que propiedad privada concentrada y absoluta. Tal es el marco en que tiene lugar lo que Herrera investiga.

         La consecuencia última es un colosal retroceso de las capacidades populares para regir sus propias vidas, una nulificación de la soberanía popular real (el liberalismo utiliza demagógicamente tal expresión para referirse a la soberanía del Estado, en tanto que gran tirano colectivo), un no-ser de las libertades reales practicadas por las clases modestas, una aculturación y pérdida de saberes aterradoras.

         Al reducir a la persona a simple cosa manejada desde arriba, desde las instituciones, se la degrada, disminuye, embrutece y encanalla. Cuando ya no es actora y responsable de su propia vida, cuando no se autogobierna, su calidad media, intelectual, convivencial, moral, volitiva y física, disminuye de manera calamitosa, lo que se observa en el presente.

         Una tarea estratégica ahora es revertir lo realizado por la revolución liberal, hacer que las formas y modos dirigistas y autoritarios, sustentados en los cuerpos de funcionarios, en la tiranía de la ley positiva y en la apropiación por el ente estatal de una porción cada día mayor del producto económico total, sean sustituidos por procedimientos participativos, métodos igualitarios y sistemas de ayuda mutua, autogestionados y democráticos, sin funcionarios y sin empresarios. Eso significa en sí misma un enorme avance, revolucionario, un vivir radicalmente de otro modo para ser de otro modo, una transformación cualitativa que supere y rechace el mero cambio cuantitativo (mantener lo que hay pero con más riqueza y más consumo “para todos”).

         Quienes proponen el desarrollo del Estado, y del capitalismo de Estado, como supuesto remedio a los males sociales se sitúan en la estela de la Ilustración, al servicio de la monarquía “absoluta”, y de la revolución liberal, por más que en su maquiavelismo verbal abominen de “las políticas neoliberales”. Son parte estructural de las fuerzas de la reacción y fuerza de reserva de la burguesía.

         El desenvolvimiento del así llamado movimiento obrero bajo la tutela del Estado (que en España tuvo un hito con la fundación del PSOE en 1879) otorgó un nuevo impulso al programa liberticida y antipopular de la revolución liberal, por tanto, al desarrollo del capital y al bienestar de la burguesía, al preconizar un estatismo creciente y omnipresente. Desde sus orígenes, los “partidos obreros” han sido parte del orden constituido, al ser instituciones auxiliares del Estado, destinadas a facilitar la ampliación de éste, como procedimiento para evitar procesos revolucionarios proletarios y populares.

         La culminación de la estatización de las condiciones de existencia de las clases populares ha sido la instauración del Estado de bienestar. Éste, la expresión mayor de la sociedad-granja, impone llevar una vida de cerdos, irresponsable, no participativa y exenta de libertad, sin grandeza, rastrera y dudosamente humana, solitaria, insociable y sin afectos, abocada a la tristeza y la depresión, volcada en producir y consumir, simplemente zoológica, ajena a los bienes del espíritu.

         Se suele presentar el Estado de bienestar como una “conquista” cuando es una imposición de los poderes constituidos. En Alemania lo inicia Bismarck, el gran militarista, lo desarrollan los nazis y culminan los democristianos de la postguerra. En Italia es Mussolini quien sienta las primeras bases y los partidos de la derecha posteriores a 1945, vinculados al Vaticano, las fuerzas que le otorgan el impulso definitivo. En España es Franco el que crea el Estado de bienestar, con la legislación de 1963. En otros países ha sido la socialdemocracia, en cooperación con los partidos de derechas, quien lo ha constituido.

         Por tanto, resulta abusivo decir que es la izquierda quien lo defiende mientras la derecha lo privatiza. En realidad, la izquierda, allí donde gobierna, comunidades autónomas o ayuntamientos, ha privatizado tanto o más que la derecha[2]. Ambas coinciden en lo esencial, mantener el Estado de bienestar en tanto que necesidad estratégica de la patronal y el ente estatal. En este asunto, como en todos los importantes, izquierda y derecha son iguales.




[1] Esto, negado contra toda evidencia por la historiografía progresista, que sacrifica la verdad a sus intereses políticos, es reconocido por Simone Weil en “Algunas reflexiones sobre los orígenes del hitlerismo”, obra de 1939 contenida en “Escritos históricos y políticos”. Arguye que la revolución francesa y Napoleón tienen al “Estado como fuente única de autoridad y objeto exclusivo de devoción”. Frente a esto hay que situar al pueblo/pueblos, libre y soberano, emancipado de la tutela estatal, autogobernado y autoorganizado, en tanto que gran y decisivo valor político.
[2] Una ardorosa defensa del Estado de bienestar lo realizó Mariano Rajoy el 1-3-2011, afirmando que su origen está en “los democristianos y conservadores”, lo que es bastante cierto. Tal declaración de principios la ha mantenido posteriormente con actos, desde el gobierno. En lo que miente es en calificar de “gratuitas” la prestaciones, pensiones y servicios de aquél. No, no son gratuitas sino carísimas. Y las pagan íntegramente los trabajadores. Gracias a ellas medra el gran capital privado, la industria farmacéutica por ejemplo.  Y con todo ello la banca.

lunes, 17 de agosto de 2015

ARBOLES JUNTEROS


      
  Buceando en olvidadas carpetas he reencontrado el nº 64 de la “Revista de Estudios Monteños”, 1993, portavoz de la Asociación Cultural Montes de Toledo. En ella un artículo de V. Leblic, “El culto al árbol en los Montes de Toledo”, emplea la expresión que da título a este trabajo.

         Cita como ejemplo de grandes árboles que han sido utilizados para celebrar juntas, reuniones, asambleas y encuentros concejiles el olmo, u olma, de Layos (Toledo), un copudo ejemplar situado en la plaza del pueblo que, según me dicen, continua aún hoy resistiendo con éxito parcial a la grafiosis, infectado y enfermo pero no muerto. En otros lugares de la comarca de los Montes ha sido el aliso el que ha ejercido de árbol juntero, añade Leblic. Puntualiza que en las alisedas del rio Estena diversas hermandades y asociaciones comarcanas celebraron sus encuentros anuales. Serían lo que otros autores califican de bosque sagrado, en el que se unifica el amor por la naturaleza, la inexpresable grandiosidad del árbol[1] y el espíritu democrático.

         Los árboles junteros por excelencia han sido, y en algunos casos son todavía, el roble, el olmo, el tejo y la encina, pero también, aunque menos, el tilo, el castaño, el abedul, el moral, el fresno, el pino silvestre, el haya, el aliso y el nogal. No han cumplido esa función, según parece, el quejigo, la sabina, el enebro, el plátano de sombra, el sauco, el acebo, el olivo, el alcornoque, el almendro, el naranjo, la palmera, etc. Nunca los frutales han sido árboles junteros. El motivo de que sea así se nos escapa.

         Bajo majestuosos robles, tejos, olmos o encinas se reunía, y en algún caso sigue haciéndolo, la asamblea soberana, o cuasi soberana, de los vecinos para deliberar, tomar decisiones y hacerlas cumplir. De pie bajo el gran árbol totémico, el vecindario ejerce la soberanía popular, evitando caudillismos, practicando el postulado de que “nadie es más que nadie”, materializando la libertad de expresión en tanto que prerrogativa universal, votando a mano alzada, sirviéndose del mandato imperativo (lo que impide que los portavoces se hagan representantes, o sea, nuevos déspotas), designando tareas y responsabilidades transitorias a personas o grupos, de cuyo cumplimiento han de rendir cuentan ante el concejo, vigilando el cumplimiento de lo acordado y sancionando a los contraventores, si los hubiera.

         Así pues, los árboles junteros son, en primer lugar, árboles de la palabra, dado que sus copas delimitan el espacio en que el pueblo, constituido en comunidad política que se autogobierna, dice y expone, parla y se comunica. Son también árboles judiciales, pues a su sombra se administra la justicia popular y se formalizan compromisos, lo que hace de ellos árboles juraderos. Y no deben olvidarse sus funciones económicas, pues el complejo manejo colectivo de los bienes comunales se efectúa debajo de ellos. La vida toda de la participación política, económica y social local transcurre entre sus copas y raíces.

         También cumplía funciones privadas, propias de la libertad civil popular. Por ejemplo, los tratos entre vecinos, o entre éstos y forasteros, solían cerrarse bajo sus ramas, con un apretón de manos ante testigos, lo que tenía más valor que cualquier documento.

         Pero sus decisivas funciones no terminan ahí. Los árboles junteros son la verde techumbre de la fiesta popular, la música, y el baile[2]; el lugar adecuado para el cortejo y el estallido del amor; el toldo de la sosegada charla entre vecinos; el centro de los juegos infantiles; el espacio para el ensueño y la fantasía en la lentas tardes del estío; la privilegiada atalaya desde donde ver transcurrir la vida; el prodigioso lugar del silencio y la meditación; el observatorio para percibir con melancolía la llegada del otoño, la fría lluvia que retorna y el irremediable paso del tiempo; el palenque donde prepararse para bien morir. Los situados en lugares discretos eran asimismo marco para el amor, el sexo y la fecundidad.

         Eso hace de dichos árboles entes venerados, a los que se orna con el aura de lo sacro. De ellos, en especial de los tejos, se toman ramos a los que se atribuyen cualidades extraordinarias, mágicas, de protección contra los males y garantía de prosperidad. No olvidemos que, según algunos estudiosos, los primeros templos fueron los bosques y las selvas, en lo que fue una religión natural, sin sacerdotes ni dogma ni vinculación al ente estatal, que rendía culto al árbol. Esto aparece recogido en El Apocalipsis de San Juan, donde se cita “el árbol de la Vida” de la Jerusalén celestial, que da fruto doce veces al año, una cada mes, y cuyas hojas son medicinales.

         Recuperar la historia de los árboles junteros equivale a reescribir la historia de los pueblos de la península Ibérica, hoy manipulada y adulterada por el pseudo-democrático poder constituido. Para éste sólo cuentan las instituciones y las personalidades, reduciendo lo popular a nada o a casi nada. Pero la existencia de aquéllos otorga un sólido mentís a la noción central de la historiografía ortodoxa, a saber, que el pueblo no puede autogobernarse y ha de ser gobernado por un cada día más hinchado y caro aparato de dirección, coerción, aleccionamiento y nulificación, el ente estatal.

         Lo cierto es que el pueblo se ha gobernado a sí mismo bajo los grandes árboles[3]. Hoy el régimen de dictadura política constitucional, parlamentarista y partitocrática nos deja sin libertad, sin autogobierno y casi sin árboles. Todo ello tiene que ser recuperado. Hacerlo es una gran revolución.


[1] Sobre esta materia recomiendo la lectura de la Presentación de mi libro “Los montes arbolados, el régimen de lluvias y la fertilidad de los suelos”.

[2] Cervantes, en “Los trabajos de Persiles y Segismunda”, anima al alegre asueto popular diciendo “vamos con nuestros bailes al olmo”. En Lope de Vega y otros autores clásicos se encuentran formulaciones similares.

[3] Libros de recomendable lectura sobre estas materias son “La memoria del bosque”, Ignacio Abella; “El Pirineo español”, Ramon Violant i Simorra; “Ritos y mitos equívocos”, Julio Caro Baroja; “Guía de los árboles singulares de España”, César Javier Palacios Palomar.

viernes, 7 de agosto de 2015

LA LIBERTAD DE CONCIENCIA VÍCTIMA DEL MECENAZGO EMPRESARIAL



         Las grandes empresas y la plutocracia destinan, como es sabido, una parte de sus beneficios a actividades de patrocinio y mecenazgo a través de fundaciones y también por otros procedimientos. Una muestra de ello es la Fundación Alicia Koplowitz, constituida en 2004 por esa conocida empresaria para “el fomento y defensa de la educación, la cultura, las artes, las letras, la ciencia, la investigación científica, el desarrollo tecnológico y el medio ambiente”. Con tales quehaceres la gran burguesía cumple con lo que se ha denominado su “responsabilidad social (sic) corporativa”.

         Los beneficiarios del patrocinio empresarial son asociaciones culturales, ONGs, políticos de derecha e izquierda, intelectuales, comunicadores, profesores y catedráticos, sindicalistas, artistas, periodistas, activistas sociales, profesionales de “la liberación de la mujer”, grupos ecologistas, etc. El patrocinio, además de la donación directa de importantes sumas, se materializa en becas, acuerdos de colaboración y otras medidas por el estilo.

         La clase empresarial no diferencia entre cultura y publicidad, pues para ella todo es propaganda. Su munificencia es mera inversión en adoctrinamiento y manipulación destinada a incrementar el grado de conformismo popular. Con ello, la libertad de conciencia, un bien inmaterial imprescindible para construirnos como seres humanos, queda negada.

El numerario de los patrocinadores sólo llega a las cuentas bancarias de quienes son dóciles al orden capitalista. Tal docilidad a veces es directa y explícita, pero otras muchas, para ser eficaz, se hace indirecta e implícita adoptando expresiones de “inconformismo” y “radicalidad”, necesarias para influir en los sectores más inquietos y volátiles.

El dinero otorgado por la clase empresarial a sus colaboradores ideológicos se complementa con el que éstos suelen recibir del ente estatal, por lo común a través de uno o varios Ministerios. Están, además, los ingresos en los medios de comunicación y no faltan los subsidios, casi siempre ocultos, que entregan diversas embajadas, en particular las de los países que son o desean ser potencias globales.

De todo ello dimana un horrido submundo del dinero y el logro donde la objetividad, el aprecio por la verdad, el rigor analítico, la independencia de criterio, la preocupación por el bien público y el sentido ético no existen. Asimismo, al no haber libertad de conciencia, el potencial creador inevitablemente mengua y disminuye cada vez más, en lo que es una inquietante declinación de la calidad y valía de los productos intelectivos, culturales y estéticos, ya bien perceptible.

El dominio por la clase empresarial (y por el artefacto estatal) de las actividades de ideación, así como de las de difusión e informativas, hace que el acto de pensar hoy sea en lo primordial no-libre. Así pues, resulta legítimo sostener que la libertad de conciencia es una conquista a realizar, a conseguir, no algo que exista en el presente.

La libertad de conciencia cada día es más negada en la práctica por los procesos de concentración del capital en un número decreciente de grandes firmas. El capitalismo es dinámico, tiende a la absorción y fusión, y con ello se centralizan, multiplican y avivan cada vez más las actividades de creación y difusión de las ficciones mentales de toda naturaleza que sean útiles al statu quo.

La realización de una sociedad con libertad de conciencia, por tanto, con pensamiento creador e innovador, es parte primordial de una revolución anticapitalista. Ésta se propone restituir al quehacer reflexivo su verdadera meta, la averiguación de la verdad y no la apología embustera de lo existente. Una economía colectiva, en la que los medios de producción sean de las clases trabajadoras (vale decir, de toda la sociedad, pues la obligación de trabajar productivamente ha de ser universal), es la precondición del pensamiento libre.

Hoy el populismo burgués en curso, un producto de los aparatos de propaganda de la gran patronal y de los servicios especiales del Estado, sostiene que nuestros problemas son las corridas de toros, las procesiones de Semana Santa, las calles con nombres franquistas y el busto del rey. Frente a tal operación de mixtificación, dirigida a ocultar las muchas y cada día más graves lacras cardinales de nuestra sociedad, hay que mantener que es decisiva e irrenunciable la lucha por el pensamiento libre, por una forma socialmente organizada de libertad de conciencia que hunda sus raíces en la propiedad colectiva y comunal de los recursos económicos fundamentales.

Los amos del dinero no pueden seguir siendo los amos de nuestras conciencias.

La lucha por la verdad, por un orden social en que el que la verdad tenga oportunidades reales, materiales, para constituirse y circular por todo el cuerpo social, demanda realizar fundamentales cambios estructurales, también económicos. Si éstos no se efectúan iremos a una sociedad definitivamente asentada en la renuncia a pensar, el adoctrinamiento, la mentira, la mediocridad, el servilismo y la ausencia de creatividad. En una sociedad donde lo que caracteriza a lo humano, la vida del espíritu en sus principales manifestaciones, estará cada día más disminuido.